Encogida en el pequeño espacio que ocuparía la goma de repuesto, La Rubia aguanta los sollozos y los dolores en las piernas. Luego de una hora dando rueda para llegar a la garita de inmigración en Tijuana, está a punto de tocar la plancha metálica para que la dejen salir. “Ya falta poco”, oye que le dice uno de los mexicanos desde la cabina de la Ford 150. Pero ni las punzadas en las pantorrillas le quitan de la mente el miedo. La espera un mundo nuevo, y tal vez hostil, al cruzar la frontera. Está en manos de coyotes que la pondrán en San Diego. Fue Richard, su novio, quien hizo todos los arreglos para pasarla de ilegal. Con eso de pies secos, pies mojados, la cosa se le ha puesto mala a los cubanos, le explicó. Cuando él empezó a hablarle de un mundo donde la gente podía vivir sin guardias del Comité, trabajos voluntarios, patria en el desayuno, muerte en el almuerzo y un venceremos impreciso en la comida, ella supo que tenía que marcharse.
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“Estaba loca por salir de Cuba. Y la única forma era conseguir una carta de invitación de alguien en otro país. Hasta que El Retaco se apareció un dia en la AIN”, rememora Maritza, mientras me hace el cuento por teléfono. Imagino sus ojos azules nadando en un mar de recuerdos. Son tantos los años que nos conocemos, que no hay secretos entre nosotros. O eso creía yo. Hasta que me contó su historia.
“El Retaco le puse de nombrete al periodista mexicano, gordo, bajito y viejo como carajo”, dice Maritza, divertida, como aquella chica de 17 años que sin terminar la secundaria entró a trabajar en la Agencia de Información Nacional (AIN), un dia sin fecha ni horario en el calendario de su memoria.
“Después que tu te fuiste de la AIN, me pasaron a secretaria de el director, y el mexicano visitaba el lugar para comprar fotos y reportajes, pero en realidad iba a darme conversación. Me estaba echando maíz y yo, haciéndome la gallinita boba”, añade, riéndose a través del celular.
Una cosa llevó a la otra. Un mojito a otro mojito en Las Cañitas del Habana Libre, y en menos de dos semanas ya el hombre le estaba dando la ansiada carta de invitación, y el compromiso de que tendría una vida de reina en Campeche, llena de lujos y viajes.
“El viejo ya estaba casado con una cubana en La Habana, pero quería tener otra de repuesto en su país”, acota mi amiga. “Le di cordel, pero nunca me acosté con él. Me hice la difícil, y cuando me dio la dichosa carta hice por mi cuenta los trámites del pasaporte y el pasaje, para que él no se enterara”.
La tal carta justificaba el viaje de Maritza a México como invitada para dar una conferencia en la Universidad de Campeche sobre José Martí, el Heroe Nacional de Cuba.
“Maritza, ¿y tú que diablos sabes de Martí?”, le pregunté, conocedor de que su sapiencia sobre el Apóstol no iba más allá de los Zapaticos de Rosa o el cultivo una rosa blanca. Ella se rio y me respondió frescona: “José Martí es el administrador de la AIN”. Reímos los dos. Ella se refería a otro José Martí, el hombre que administraba los recursos de la Agencia, un guajirón de trago largo, y para nada tacaño, con los amigos que necesitaban de una latica de pintura, una resma de papel para la escuela de la niña, o una botellita de ron para sus 15. Que llevara el mismo nombre que el Apóstol, era un accidente de la vida, que el Martí administrativo asumía sin pizca de remordimientos.
Cuando Maritza tuvo su pasaje en la mano, se le perdió al mexicano. El Retaco la buscó por toda La Habana, y ella se escondió en el apartamento de unos amigos, hasta el dia que el mismo Martí de la AIN la llevó al aeropuerto de Boyeros, en su Lada particular. Pero al llegar a México, los aduaneros se dieron cuenta que era cubana y le exigieron un pago para dejarla seguir vuelo hasta Tijuana. Por suerte, Richard la estaba esperando y resolvió el problema.
“No sé si lo sobornó o no. Sé que al rato nos montamos el avión y nos fuímos”, me aclara Maritza.
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Le duele también el cuello. Siente la garganta seca y metida en ese hoyo respira orines, sudores, miedos anteriores de gente como ella. “Ya pasamos la primera garita en México, pero ahora viene la yanki. Ni respires”, le ordenan desde la cabina del camión. Son dos hombres, que prácticamente la metieron a la fuerza en el hueco preparado en el chásis de la Ford. El camión se detuvo y ella escuchó que hablaban en inglés, pero no entendió nada. Después de unos largos minutos, el carro se puso en marcha otra vez. Pensó en Richard, que venía en el carro de atrás con un amigo. “Con tal que a ese loco se le haya quitado la idea de pasar droga”, se dijo. Hubiera rezado, pero nunca le enseñaron. A cantar La internacional si le enseñaron, pero no le servía para nada en este momento. Si a Richard lo agarraban preso, ella quedaría de rehén de los coyotes y éstos podrían hacer con su vida lo que quisieran. Matarla, violarla, o en el mejor de los casos, venderla para que pagara el pasaje trabajando en los puteros de Baja California. Después de otra hora, el Ford se detuvo. Hacía frío. Un frio del demonio. Frio del diciembre californiano. Al rato, quitaron la tapa y la ayudaron a salir. No podía caminar, y la cargaron en peso hasta una casa vieja y sucia donde todos era gordos. Una familia de gordos mexicanos. A la media hora la montaron en otro vehículo y la llevaron a un mercado de carnes. Ella esperó lo peor. Estuvo con el miedo comiéndole el cuerpo hasta que apareció un hombre que dijo ser su cuñado y le entregó a los polleros el dinero para que la dejaran libre. Un cuñado que no conocía, casado con una hermana que casi no recordaba, pues hacía 10 años se había ido de Cuba. Allí empezó otro calvario.
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“Cuál fue tu primera impresión de Estados Unidos”, le pregunté a Maritza
“Tenía 34 años cuando salí de Cuba. Nunca me había montado en un avión. Después de vivir tantos años en un país donde todo estaba prohibido, los primeros dias no me podía acostumbrar a la sensación de ser libre. Estuve un tiempo hablando bajito y mirando por encima del hombro cuando hablaba mal del gobierno cubano”, recuerda, y hace silencio a casi 4.000 kilómetro de distancia. Ella en la sala de su apartamento en Miami, yo en la oficina de mi casa en Los Angeles. “Tuvieron que pasar varios meses para que me acostumbrara a no pedir permiso para todo”.
Las cosas salieron mal con su hermana, pues cayó en la familia en plena crísis matrimonial, a causa de la afición del cuñado por la cocaína. Un dia, Maritza recogió su maleta y se largó a Nueva York, donde se reunió con Richard. La relación se había enfriado un poco luego que éste se hubiera negado a dar su parte del dinero para el rescate en casa de Los Gordos.
“Tampoco me fue bien. A los pocos meses ya estábamos separados porque cuando se quitó la careta, era otro adicto y abusador de mujeres”, recuerda. “Me vi en la calle de nuevo, pero dije que pa´tras no regresaba”.
Alguien le ayudó a conseguir un trabajo de mucama en un hotelito de tercera, hasta que llegó el 11 de septiembre (2001) “y se jodio todo”, confiesa. “Perdí el trabajo y no tenía para pagar la renta”, me explica.
Cuenta que un señor mayor, cubano, que vivía frente a su apartamento, se dolió de sus problemas y le pagó el pasaje en autobús hasta Miami, donde Maritza aterrizó otra noche de diciembre en casa de una amiga, ex compañera de la AIN. Poco después, conoció al que fue su esposo. Tuvo dos hijos, “que son mi vida”, asegura, y de nuevo el hombre le salió falso.
“Nos separamos por sus borracheras. Se tomaba todo el dinero que ganaba y mis niños no tenían luego nada para comer”, manifiesta, sin inflexiones en la voz. Como si estuviera hablando de otra vida, no de la suya.
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El frio parece ser el único compañero que no traiciona a La Rubia. El frio de un diciembre miamense, húmedo y cortante. Se cerciora de que los niños estén bien abrigados, y luego se acurruca en el asiento delantero del viejo “transportation”, un Honda Civic que está en las últimas, pero es su única propiedad. Trata de acomodar sus huesos en el pequeño espacio para otra noche más de mala suerte. La mujer del Social Security le negó el plan para viviendas subsidiadas y sólo le autorizó la tarjeta para comprar comida. Esta es la segunda semana que duerme con los niños en el carro. Perdió el trabajo, la desalojaron del apartamento, y sus escasos ahorros también desaparecieron. El cabrón de su ex marido se había perdido para no pagar el child support de los niños. Mísera pensión de 75 pesos que se le iba en hamburguesas y un poco de leche. Tiene que hacer de tripa corazón para hacerle creer a los niños que ésto es una aventura, y no uno de esos traspiés de la vida. Les promete que el próximo año tendrán un arbolito lleno de regalos. Mañana tiene una casa para limpiar, un dinerito asegurado, y la semana próxima empieza su curso de Medical Assistance. “¡Dios, ayúdame!”, grita en silencio.
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“Maritza, ¿y por qué carajo no me dijistes nada? ¿Por qué no me llamaste?”, le pregunto por teléfono, pero ella no deja que le interrumpa. Me cuenta al detalle las noches durmiendo en el viejo carro con sus niños, los sustos con los depredadores de la noche y el dormir con la llave en el arranque por si tiene que salir pitando. Se le entrecorta la voz y reprime un sollozo. “No quise molestar a nadie”, me dice orgullosa.
Ahora ya tiene un trabajo fijo, en un almacén por un Hialeah, y aunque el dinero apenas le alcanza para pagar la renta de un pequeño apartamento y vivir con lo mínimo, este año su árbol de Navidad si tiene regalos en su base. Sus hijos están felices. Son chicos maduros para sus apenas 13 y 11 años. Saben de privaciones y nunca piden nada. La quieren con ese amor silencioso de compartir penurias.
La escucho, y creo que no podré escribir en toda su crudeza esta historia de dolor y esperanza. Historia como la de otros miles de cubanos que hemos dejado nuestro país en busca de una libertad que a veces tiene un alto precio. Remando a contracorriente muchas veces en un rio ajeno donde unos se ahogan y otros salen a flote. La vida no siempre es linda, pero Maritza sabe que al menos hay un rayito de esperanza al final del túnel, y que la suerte es el espejismo de los inconformistas.
“Sólo pido tener trabajo. No quiero ayuda social ni nada. Me gradué de Medical Assistance, pero nadie me contrata porque dicen no tengo experiencia. ¿Cómo coño voy a tener experiencia si no me dan oportunidad?”, explota.
“Dime una cosa Maritza. A pesar de todo lo que has pasado, ¿te arrepientes de haberte ido de Cuba?, le pregunto, provocativo.
“¡Jamás! Aquí no tengo que fingir lo que no soy. Y mis hijos tampoco fingirán”, me replica, y la oigo respirar agitada. “La libertad no es comida, trapos y lujos. La libertad es poder ser yo misma”, añade.
Son las 3 am en Miami. Las 12 de la noche en Los Angeles. Nos despedimos con un beso en la distancia.
Mientras me preparo un chocolate caliente, pienso en todos los diciembres que le han caído encima a mi amiga Maritza García Vasallo, La Rubia de de la AIN, la que vino a conocer al verdadero Martí leyendo sus cuentos y poemas para dormir a sus niños, con un frío que pelaba el alma, en un estacionamiento de un Wallmart de Miami.
Pablo De Jesús
Los Angeles, Diciembre 11/2016
(De la Serie “Cuba: voces anónimas del exilio” en el blog pablosocorro.com)
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