Cuando abrí la puerta del van Fenris se negó a bajar. Cosa extraña, pues por lo general está desesperado por salir del carro para soltar una meada en la rueda trasera izquierda. Tuve que sacarlo casi a la fuerza. Obviando el ritual miccionario, comenzó a gruñir y el pelo del lomo se le erizó. Miré hacia el objeto de sus amenazas y vi, recostado a la pared de la clínica veterinaria, a un hombre grande y con barriga de cervecero consumado, vestido de enfermero, con un tapabocas que casi se perdía en la maraña de una barba que le llegaba al pecho. “El típico motorista de Harley”, pensé. Solo le faltaba el pañuelo de la bandera en su cabeza calva. Pese a los gruñidos y ladridos cortos y secos de Fenris, el hombre no sacó la vista del IPhone, que se perdía en sus enormes manos. Tan abstraído estaba. Por encima del alero bajo el que el hombre se protegía del sol, flotaba una nube de cenizas grises, que salía de la chimenea de la clínica. “Estarán cremando a una mascota”, me dije, y miré con más atención al sujeto, que en mi mente pasó a ser El Hombre. “Con ese aspecto qué va a ser veterinario. De seguro es el cremador -razoné-. Un tipo sin corazón para este trabajo”, y halé a Fenris de la correa para entrar en la clínica. Sin dejar de gruñir, ni de mirar al tipo, metió el rabo entre las patas y me siguió.
Fenris llevaba varios días con problemas para hacer sus necesidades. Pujaba pero no soltaba. Ya había pasado por esto una vez, el pasado año por estas fechas, y tras unos análisis se detectó que tenía parásitos. Según me explicó su médico de cabecera, o más bien de la parte trasera, eso era normal en esta época del año en los perros que solían jugar en los patios, cuando las lluvias activan todo tipo de ácaros y bichos raros, desde pulgas hasta nemátodos. Unas pastillas de metronidazol le curaron el mal, y ahora suponía yo sería lo mismo. De seguro me iban a pedir una muestra de caca para el análisis, pero el problema era que Fenris estaba trancado, más estreñido que un enfermo a dieta de plátano verde a puñetazos.
Las muchachas de la clínica tienen adoración con Fenris, y él con ellas. Ya se conocen de visitas anteriores. El se deja mimar con holgura, a tenor por el entusiasmo con que suele batir el rabo. O la cola, para ser precisos. Que no es lo mismo rabo que cola. Y menos para un cubano, que desde que nace la primera frase que aprende es: ¿quién es el último de la cola? Hecha la aclaración, aterrizamos de nuevo en la clínica veterinaria. En la recepción, una pareja de ancianos esperaba sentada en una esquina, con cara de apenados. Fenris seguía intranquilo, ajeno a los arrumacos de las chicas enfermeras. Sé que tanto mimo tiene su precio, y eso va incluido en la cuenta a pagar, pero con tal de calmar a Fenris, lo pagaré con gusto. Con altanería rechazó el snack que le ofrecían. La viejita se levantó de su asiento y vino hasta nosotros. Agarré a Fenris más corto, pues no le gusta que los extraños invadan su zona de confort. Sobre todo, cuando estoy con él. En esos casos, se ve en la obligación de cuidar su zona y la mía. Al extremo de que cuando llega visita a casa debemos recibirla en la puerta de la calle para que el perro conceda su permiso a ingresar en la vivienda. Tenemos un código secreto entre él y yo. Si abrazo al visitante, Fenris se relaja. Si le doy la mano, lo acepta, pero no le quita ojo de encima, y tampoco puede tocarme. Más de una pena hemos pasado con amigos inadvertidos de esta regla.
La señora empezó a acariciar al perro, y éste dejó de gruñir y ladrar, para acurrucarse a sus pies, con el hocico sobre sus zapatos negros. De pronto, Fenris dio un brinco y comenzó a gruñir de nuevo, cuando por una de las puerta de acceso al interior de la consulta salió El Hombre. Llevaba en sus enormes manos un recipiente de metal, pero algo en su actitud, su postura, hizo que mi perro dejara de amenazarlo. Con suma delicadeza, aquel mastodonte depositó la urna en las manos de la anciana, y con una voz dulce, impropia para un motorista cremador, le dijo a la señora: “No sufrió nada. Se durmió feliz”. Miré al Hombre. Miré a la viejita. Y a su esposo, que a su lado le echaba el brazo sobre el hombro, apretrándoselo con delicadeza. Ambos pujaban por contener las lágrimas. Noté que mi perro observaba la escena con expresión compungida. La anciana le dio la urna al señor, y acarició otra vez la cabeza de Fenris: “Eres un nené muy dulce”, le dijo, y se despidió de mí. Salieron los dos con la urna en la mano, seguidos por la mirada tristona de Fenris.
El Hombre se viró de pronto hacia nosotros, y mirando a Fenris le dijo: “A ver muchacho. ¿Así que parásitos eh?” y se agachó a darle un abrazo de oso, mientras le palpaba el estómago, con suma delicadeza. Luego me pidió la correa, y se fue con mi perro hacia el interior de la clínica. Fenris iba meneando la cola, pegado a la pierna derecha de El Hombre, como si fuera su amo de toda la vida.
Pablo de Jesús
Sept 2018
Comments
jorge
11th February 2019 at 9:26 amSuper cool. Gracias: El verdadero Hombre Siniestro. btw: True story’
1970. Miami High School. aterrizaba yp de. Puerto Rico – que yo no quería dejar. De 17 años. La profe de Matemáticas – Una solterona Flaaaca sureña pasa la lista…:
“Antooooniooo Prooojáiias” – yo me quedé en brain freeze. La solterona repitió en sureño fuerte:
“Antoniouu Proohyas!”
un muchacho respondió:
“present!”
yo me quedé anonadado: el muchacho era La Viva Imagen de El Hombre…
al fin de la clase lo acorralé:
” oye! Tú eres el hijo de ANTONIO PROHÍAS ?!?”
“. . sí “