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Pablo Socorro
PICHI TRES PATAS
Pichi era una anomalía en tres patas. Bajito, casi enano, lleno de pecas y pelo ralo, más parecía un gnomo de Blanca Nieves que un becario de la Revolución. Pero la gente es como es y no como quiere ser, o uno quiere que sean. Lo que a Pichi le faltaba en campana le sobraba en badajo. Y en el verano de nuestra primera adolescencia, Pichi era uno de los motivos de orgullo de nuestra escuela, como los laboratorios de química, el uniforme carmelita, el Grupo de Danza, el equipo de baloncesto, y las Tetas de Luli.
Así que nos ufanábamos de tener en nuestras filas a una versión cubana de Gina Lollobrigida y a Pichi Tres Patas: “El único enano del mundo que puede partir un ladrillo con Cariño”. Así lo anunciábamos en los duelos nocturnos de los domingo sin pase. Competencias que se realizaban después de apagarse las luces, cuando uno a uno nos dirigíamos al baño del albergue para apostar por Pichi, mientras compartíamos un queso de huequitos hurtado de las reservas del director Chávez.
Tan pronto el oficial de guardia apagaba la luz y se retiraba a su cuarto en la planta baja, comenzaba un desfile de sombras silenciosas hacia el baño.
Pero Norberto era harina de otro costal. Aparte de que pertenecia al piso 4 y nunca había compartido duchas con el Pichi, estaba imbuído de la confianza ciega que otorga el haber salido vencedor de duelos similares. Lo que a Pichi le faltaba en estatura, le sobraba al tal Matacanallas en andamiaje: un negro enorme y desquiciado, con una halitosis de dragón post mortem, tan persistente, que los 13 médicos y dentistas del sistema educacional de becas renunciaron a encontrar la causa de su eterna peste a boca.
Simón, el comisario de aquellas peleas en el OK Corral del piso 3, puso sobre el mármol del lavamos dos galletas enormes, y duras como piedras de rio. Culpables de más de un becario con soldados ausentes en la boca.
Luego de tirarlo a suerte, tocó al Matacanallas desenfundar primero. Con rostro confiado, se acercó al lavamanos, miró a todos, y en rápido gesto desenfundó. Lo que golpeó sobre el mármol frio fue una Colt Python calibre 357 de cañón largo: el Cadillac de los revólveres modernos. La galleta salió disparada en dos mitades, mientras los seguidores de Norberto aplaudían y daban hurras.
Pichi ni se inmutó. Simón pidió silencio. Nuestro héroe se acercó al lavamanos, y con toda la calma del mundo, hasta con cierta delicadeza se diría, extrajo a Cariño, un ser descomunal que dejaba chiquito el bate Louisville Slugger que usaba Babe Ruth.
Cuando aquella mandarria jamonizada cayó sobre la galleta, la pulverizó en minúsculos pedazos, la hizo harina. Nadie aplaudió. Nadie grito. Todos estábamos con la boca en O. Con la misma calma que desenfundó, Pichi regresó a su cartuchera la mortífera arma, empanizada en un polvo blanco que iba dejando rastros por los pasillos del albergue mientras él se retiraba a su litera, caminando con las piernas arqueadas y las manos a los costados, dispuesto a disparar de nuevo.
Al otro dia, cuando las muchachitas del piso 2 se enteraron de nuestros duelos nocturnos, algunas suplicaron estar presentes en el próximo cruce de espadas, y otras nunca más probaron una de aquellas galletas de concreto.
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pedro perez
13th December 2015 at 3:58 amjajajjajjjajajjja
Pablo
13th December 2015 at 11:25 amMe alegró te haya arrancado una sonrisa dominical, amigo Pedro