De mi madre heredé el placer de la lectura y el deleite por la música. Más, para su desdicha, este hijo suyo salió con el oído cuadrado, incapaz de dar pie con bola ni siquiera en clave tan sencilla como la rítmica dos-tres. El diapason alcanzó apenas para que una noviecita dulce me enseñara los pasillos elementales del cha-cha-chá, la conga y el bolero. Hasta mis socios de la Charanga de Bejucal, con los que compartía pitenes de pelota y baloncesto, fracasaron en su empeño por introducirme en los misterios de los tres tambores: el salidor, el quinto y el bongó. Definitivamente, me fue negada la gracia de Oshún para la rumba y el guaguancó, más no el gusto por la música.
Aún con mi oído zurdo, las canciones que le gustaban a mi madre estarán siempre conmigo. Me despertaba en la mañana con Los Compadres y esa guitarra punteando la hora de ir para la escuela. ¡Cómo odié entonces a esa pareja de orientales! Almorzaba con Rosillo y las orquestas invitadas en Alegría de Sobremesa, y cenaba en la misma mesa que Xavier Solís, Daniel Santos, Carlos Gardel, Nat King Cole, Barbarito Diez y otros bardos del canto que hablaban de amores y traiciones. En música, Mamá tenía un gusto muy ecléctico.
Me arrullaba en las noches febriles de amigdalas malignas con la Naná de la Cebolla y los Proverbios y Cantares de Machado, cantando en voz baja con una música de su invención, mientras vigilaba el termómetro y me hacía tragar ingentes dósis de cocimiento de romero con miel de abeja y limón. Y se oponía con firmeza al chorrito de ron conque mi padre quería bautizar aquel mejunje. De su mano conocí también a Lorca y la Avellaneda, Martí y César Vallejo, Dumas y Verne, poetas y novelistas de su colección privada que me han acompañado en todas las vueltas de la vida. Fue ella quien me enseñó a navegar por esos “mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón”, de manera que cuando llegó Juan Manuel Serrat con los versos de Machado, yo estaba de vuelta de sueños y pesadillas.
Te recuerdo mamá, pegada al viejo radio RCA Victor, escogiendo unos frijoles y a la espera del programa “Aquí está Clavelito”, un poeta que a base de canciones y vasos de agua decían obraba milagros y cumplía peticiones. Escucho la tonada de laud y claves y a Clavelito cantando aquello de “Pon tu pensamiento en mí/ y verás que en este momento/ mi fuerza de pensamiento/ejerze el bien sobre tí”. “Corre, ve a la cocina y traéme un vaso de agua”, pedías; lo ponías sobre el radio y rezabas pidiendo sanación para cuanto enfermo te viniera a la memoria.
¿Sabes Mamá? Aquel hijo negado para la música, la pintura y la danza, al fin cumplió tu deseo y se montó en el verbo para salir a caminar la vida. Por el camino, he corrido mundo y cenado en restaurantes gourmets y cafeterías de a centavo, pero jamás he probado nada tan sabroso como el Congrí a lo Pobre que tú te investaste en los 70, cuando el arroz también se fue a hacer la Zafra de los 10 millones. Aquella mezcla de pasta de fideos con frijoles negros, adornada con par de huevos fritos, sabía a gloria en la hambruna permanente de la adolescencia. Nada se compara a tus natillas de los domingos, y ahí estoy, junto a mis hermanos, esperando impacientes a que terminaras para raspar el fondo del caldero. Mala costumbre que aún arrastro para disgusto de mi esposa. ¡Hablarme a mí de Créme Brulée cuando tus boniatillos siguen en mi paladar! ¡Comparar un croissant relleno de frambuesa a un pan con timba de guayaba y queso blanco! ¡Mentar un clafoutis de cerezas o una crema bavaroise delante de un arroz con leche espolvoreado en canela y rajitas de limón! “¡Qué tontos!”, me dirías.
Un dia de septiembre de 1978 te marchaste sin despedirte. Yo andaba combatiendo fantasmas en otras latitudes y no pudimos despedirnos. Pero recibí tu mensaje: sólo te habías mudado a esa dimensión donde tu canto espanta soledades. Me dejaste la música, y la certeza de que donde quiera que estés, preparas el camino que tomarán mis huesos cuando se acabe esta canción. Tu mejor canción Mamá.
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