Un grupo de ranas viajaba por el bosque cuando dos de ellas cayeron en un pozo profundo y seco. Cuando las otras vieron lo hondo que éste era, les dijeron que no había esperanza para ellas. Las desafortunadas ignoraron lo que decían sus compañeras e intentaron salir del pozo. Trataban una y otra vez, pero siempre resbalaban hasta el fondo. Y en cada ocasión, las otras le estuvieron diciendo que renunciaran a salir y se resignaran a su suerte.
Una de las ranas se dio por vencida. Desde el brocal aplaudieron la decisión y dijeron que era una sabia decisión rendirse ante lo imposible. Al cabo de un rato, la derrotada murió de decepción y agotamiento. Y mientras las de arriba se compadecían de la vencida, la otra siguió intentando salir, pero una vez más, el grupo de ranas del brocal le gritó que dejara de sufrir y muriera como su compañera. Ella las ignoró, y saltó aún con más brío, hasta que finalmente consiguió llegar a la superficie.
Agotada, se tiro boca arriba y las otras ranas le preguntaron por qué no hizo como su compañera, que se dejó morir:
-¿No nos escuchaste?
– Soy sorda -respondió la agotada-. Las vi gesticulando y pensé me estaban animando todo el tiempo.
Si yo hubiera hecho como la rana que renunció a salir del pozo, probablemente todavía estuviera en Cuba, o en Miami. En dos momentos de mi vida tuve que tomar decisiones cruciales y escuchar como algunas personas me desalentaban de intentarlo.
¿Cuántas veces nos dijeron que abandonar nuestra querida islita era una locura? ¿Cuántas nos recalcaron que era preferible comerse un boniato en la isla que un jamón en el extranjero? Pero no le hicimos caso y nos lanzamos a la aventura sobre cualquier cosa que flotara o volara con tal de salirnos de aquel pozo sin fondo en que vivíamos. Conquistar otra vida en tierras desconocidas no ha sido facil, y nunca lo será, pero si no lo hubiéramos intentando, nunca sabríamos que nos esperaba en la superficie de ese pozo.
Cuando me ofrecieron el trabajo que ahora tengo me lancé a otra aventura peligrosa. A poco más de un año de haber llegado a Miami con lo que tenía puesto, se me presentó la oportunidad de ingresar en la AFP, pero debía trasladarme a Los Angeles para cumplir los tres meses de prueba, como otros tantos aspirantes. Para entonces, ya era socio a la mitad de una cafetería en la calle ocho (La Pelota) y tenía un part time en la Reuters. Había rebasado los duros primeros tiempos del exilio, en los que cavé tumbas en el cementerio de la calle Flagger; pinté edificios de judíos retirados en Miami Beach; cargué y descargué contenedores en el puerto de Miami; manejé una limosina para gays románticos; vendí pan con lechón en las Navidades y el carnaval de la calle ocho; y arbitré juegos béisbol y sofbol. Yo estaba contento se me ofreciera la oportunidad de regresar a mi profesión, pero mucha gente en la cafetería me decía que mudarme para Los Angeles era “una locura”, “que aquello es puro México” y nunca más me iba a empatar con un plato de arroz y frijoles negros. En fin, que cómo podía pensar en abandonar el calorcito miamense para ir a pasar trabajo a una ciudad tan falta de sazón como Los Angeles. Y cuando dije me iría por carretera en el Lincoln 86 que era mi orgullo (almendrón de sólo 40,000 millas), casi me matan por loco. ¡Un cubano recién llegado atravesar sólo todo el país! Veinte años después he viajado Estados Unidos de este a oeste y norte a sur, en todo tipo de transpore -hasta en moto haciendo la Ruta 66- y como la rana del cuento, cuando subí a la superficie y me tiré boca arriba, vi que el cielo era más azul de lo que me había imaginado.
Hace poco puse este post en Facebook: “Dicen que con los años alcanzas la sabiduría. La mía debe correr como carajo”. Y es cierto. Cada dia aprendo algo nuevo, o la vida me recuerda algo que había olvidado. En mi muro escribí el pasado año una nota en la que criticaba que el (des)gobierno de la isla se alimentara de los dólares del exilio. Y recibí una lección de cordura cuando un amigo querido me recordó que, pese a ser él quien más odiaba y rechazaba a la tiranía cubana, nadie ni ninguna corriente política del exilio, le iba impedir mandar dinero para las tres hijas que había dejado atrás y no le dejaban salir. Desde entonces, pienso más lo que digo o escribo. ¿Quién soy yo para juzgar a mis semejantes? Puedo ser acusador de tiranos, pero nunca juez de oprimidos.
Aprendí que, como la moraleja del cuento de al principio, las palabras pueden tener un efecto enorme en las vidas de otras personas.
Pablo de Jesús
Oct 29/2017
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