La Diva se inclina rebuscando en los cajones de El Dolarazo. Mientras lo hace, nos regala el poema de sus senos de miel y canela que brincan de contento cada vez que ella se zambulle en busca de un panty, un brasier, un negligé negro que clama por un cuerpo como el suyo. El Chama y yo, parados frente a ella, naufragábamos en su perfume francés, embrujados por el son lujurioso de sus niples oscuros. “Miren bien muchachos, miren bien. Quiero cosas lindas”, gorjeaba alegre frente al montón de ropas, y nosotros, felices porque no se acabara aquel carnaval de tetas rumberas, hacíamos que buscábamos en el batiburrillo de piezas donde Moisés El Moro colocaba la mercancía recibida de contrabando desde la Zona de Colón.
La tienda de El Moro está al final de la Avenida Central, la artería con más vida de Ciudad Panamá. El amasijo de casitas pobres que ocho años después casi desapareció cuando la invasión de Estados Unidoss para defenestrar al narcotraficante de Manuel Antonio Noriega. Pero ahora, El Chorrillo es un caldera donde burbujean sus sabores y olores todo un variopinto universo de panameños, y en el corazón del barrio está enclavado el Cuartel General de las Fuerzas Armadas Panameñas (FAP). Allí lo puso el General Omar Torrijos, presidente y jefe de todo Panamá, luego de un golpe de estado que le dieron sus propios oficiales. “Así estoy rodeado de la única gente que tiene razones para defenderme”, dijo el General al justificar la elección de su campamento.
Para tomarle el pulso a la cintura de América sólo basta recorrer a pie los casi cuatro kilómetros de largo de esta Avenida Central, al final de la cual tiene Moisés su tenducho, justo a la entrada del barrio de El Chorrillo.
La Diva se zambulle en los grandes cajones cuadrados que se levantan unos cuatro metros del suelo, ignorando el polvillo que desprenden las piezas de ropa diversas, y se pega a las manos como talco o arena muy fina, provocándole ocasionales estornudos. Una diosa de azúcar hermosa y feliz, con más carisma que talento, cuya sensualidad provocativa llenó de fantasía las mentes masculinas de toda una generación de cubanos. Ahora está en Panamá, cumpliendo una invitación del General Omar Torrijos, famoso por coleccionar boleros y mujeres.
Pero la pacotilla es la pacotilla y tiene sus atractivos aunque usted sea una estrella de la gran escena. Con una sonrisa de complicidad, mientras nos bañábamos en la piscina de la Embajada, ella nos había pedido que la lleváramos a comprar “alguito para mis sobrinas”.
“Pero no tan caro, porque no tengo mucha plata”, aclaró, y nosotros nos apresuramos en complacerla. Lo único malo es que el Embajador se enteró del asunto y nos endilgó en el recorrido a los Hermanos Bravo, un trio de negros santiagueros graduados en conga callejera. Fue así que decidimos llevar a toda la tropa a la Avenida Central, abundante en baratillos de moros y judios, pedigueños, resbalosos y amigos de lo ajeno.
En la tienda de Moisés El Moro, la mercancía no estaba en anaqueles o colgada en perchas, sino en grandes cajones de madera, clasificados según el tipo de ropa. Y todos con el mismo precio, sin importar marca o modelo. Allí podías salir vestido con un jean Lee de menos de ocho dólares, una camisa Levi de 2 dólares y unos zapatos Guchi trucados en Hong Kong por sólo 10 balboas, 10 dólares, al cambio oficial. Moisés se ufanaba de que un cliente podía llegar encuero a su tienda y salir vestido por apenas 20 dólares. Su tienda era una covacha sombría, con una cortinita de abalorios a la entrada, y donde iban a morir todos los olores de la Avenida, desde el insoportable olor a incienso de los negocios indués, hasta el rancio de los puestecitos de fritangas de chinos y jamaicanos.
-¿Cómo están mis amigos cubanos? Basen, Basen. Mi tienda es su casa -dijo el Moro cuando llegamos con la comitiva musical, mientras le echaba una mirada nada dismulada al escote de nuestra diva cubana.
-Mira Moisés, ella anda buscando alguna cosas baratas, y buenas, para llevar de regalo -le dijimos al Moro, quien hizo una reverencia a la diva, estampando un beso salivoso en una de sus manos.
-Tengo todo lo que usted busca, bella señora. Base, base por aquí y escoja lo que usted quiera -apuntó Moisés.
Y ella comenzó a hurgar en los cajones, cazando números y tallas, alborozada como una niña, y chispeante como toda hembra del país del guarapo dulce y el sol a carretadas. Hasta que encontró ese vestido de lamé negro, al fondo del baúl, durmiendo el sueño del olvido. Nada más lo vio, soltó un gritito de alegría, y estirándose, se lo probó sobre su cuerpo.
-Este, este me gusta -dijo emocionada, y dirigiéndose al Moro le dijo toda acaramelada.- ¡Ay papi! ¿Tu puedes hacerme una rebajita? Anda mi chini. Sé buenito -le pedía modosita y regalona al Moisés, que viendo la oportunidad de un buen negocio dijo raudo:
-Sólo 15 dólares, tratándose de usted.
– ¡Cómo que 15 chico! Eso es todo el sueldo de un mes en mi Cubita, cariño.
– Bero mire usted mi reina. Mire la finura de la costura, es roba de marca, mire la calidad.
-¡Okey chico! Voy al baño y me cambio. Veras que me va quedar que ni pintao -exclamó la diva, y dicho y hecho entró en el oscuro rincón de la tienda que el Moro usaba como sanitario y probador ocasional.
Mientras ella trajinaba en el vestidor, el Chama se acercó al Moro y le dijo bajito que La Diva era una famosa artista invitada por el General, y que esa noche actuaría para él y otras personalidades del Gobierno en una recepción en la Embajada. No hacía falta decir el nombre del General. Todos sabían que el único General en Panamá era Torrijos, porque el mismo se había encargado de no nombrar a ningún otro con el grado, para evitar la competencia. El Moro, cuyo negocio sobrevivía gracias a la vista gorda de las autoridades, como los de muchos indúes y judios de la Avenida Central, captó el anuncio y cuando la artista salió del probador, luciendo aquel lamé negro que le quedaba como un guante en su cuerpo de Diosa, le dijo.
-No dinero bara tí. Es regalo de Moisés bara mujer bella-, y La Diva, dando un saltito de alegría, le estampó un beso en la mejilla, y se fue de nuevo al probador para cambiarse.
Los hermanitos Bravo saltaron diciendo que ellos también era “artistas” invitados por Torrijos y que les hiciera una rebajita, pero el Moro fue inflexible y más bien les cargó la cuenta para compensar por lo del vestido negro. Uno de los Bravo se puso ídem y tiró las prensa al piso, saliendo disparado de la tienda. El otro, resignado, recogió la ropa y se dispuso a pagar. Al Chama y a mí nos dio pena, y le ayudamos con 20 dólares cada uno. El hombre ni las gracias nos dio, y cuando fue a pagar sacó un mazo de billetes de 100, que por arribita serían como dos o tres mil dólares. El Chama y yo nos miramos. Lo miramos, pero el negrón ni se dio por enterado.
Esa noche nos desquitamos con los Bravos. El mismo Embajador nos dejó su Mercedes para recoger a los artistas en el hotel, mientras él esperaba por Torrijos y los otros invitados. Cargamos también con el bolerista Fernando Alvarez, punto fijo en Panamá por ser el cantante preferido y gran amigo del General. Acomodamos a La Diva y a Fernando en el asiento de atrás, y le dijimos a los hermanitos que se tomaran un taxi.
-Pero no nos dieron dieta para taxis -dijeron, y quisieron montar un berrinche artístico.
-Usen los 40 dólares que les dimos -respondí.
– ¡Vayan hasta Santiago a pie -les gritó el Chama, y arrancamos con el pie hasta el fondo del acelerador, escuchando el rugir el motor del Mercedes y el ulular de un gritoo: ¡uuuuutas!
La Diva estaba impresionante en su lamé negro de escote pronunciado. Más sensual que nunca. A cada rato un estornudo la sorprendía, y cada vez ella se arreglaba el maquillaje.
-Creo que no voy a poder cantar hoy -dijo con una voz afónica y sonrisa apagada. El polvillo de la tienda del Moro le estaba pasando la cuenta.
Y no cantó, pero tampoco hizo falta. Con aquella voz susurrante y su andar de Diosa, iluminó la fiesta, y encandiló los ojillos depredadores del General, que se retiró tarde y bravo, porque La Diva pretextó la enfermedad para no acompañarlo a su casa del Farallón, desde donde vería la imponente vista del Oceáno Pacífico batiendo sobre Ciudad Panamá. Al dia siguiente se montó en el primer avión de Cubana se vuelta a casa, y al Chama y a mí nos quedó el rastro de su Chanel, y el recuerdo de sus senos rumbosos.
Pablo de Jesús
Ago 6/2017
Isla Culebra, Puerto Ricos
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