Antes de que se inventara el Diccionario, las palabras andaban dispersas por el mundo, cada una por su rumbo, y cuando se encontraban formaban tremendas broncas. Las malas palabra le caían a pescozones a las palabras buenas. Allá un culo le daba una patada a un trasero, un comemierda se reía de un imbécil, un pendejo se mofaba de un idiota. Peleas que casi siempre ganaban las primeras porque a la gente, aunque le caen chocantes, en ciertas situaciones de la vida en que puteamos o somos puteados, le atrae usar los vocablos altisonantes. Las malas palabras son guantes arrojados a la cara de los lectores gazmoños, un desafío a las buenas costumbres, dicen los políticamente correctos, una patada en el fondillo, dirían los malhablados.
Es para evitar esta guerra de palabras que los hombres crearon las Academias de la Lengua en todos los idiomas, y éstas a su vez se inventaron los Diccionarios como una forma de cárcel parlante en que las palabras nobles y las palabras malas son ubicadas según el peso de sus delitos. Pero como el lenguaje no es una cosa estática, sino algo vivo, en el que mueren palabras y nacen otras, hay vocablos que en apariencia son inocentes, cuando a veces son tan culpables como las palabras feas. ¿O es que alguien puede negar el horror de vocablos como hambre, guerra, enfermedad, asesino o dictador? Y sin embargo, estas son usadas a diario sin que ofendan el oído de puritanos insensibles, aquellos a los que se les eriza la piel ante un simple coño o un trepidante culo.
Hoy quiero hacer el elogio de las malas palabras. O al menos aligerar la carga ominosa que pesa sobre algunas. En nombre de la libertad de palabra me expreso, porque si nos siguen poniendo barreras “políticamente correctas”, dentro de poco seremos mudos, que es el ciudadano modelo más apreciado por los dictadores de la moral. Porque, señores mios, ¡que sabroso es mandar a alguien a la mierda cuando se lo merece, o al carajo cuando te parece!. Yo he mandado tanta gente a esos lugares, que cuando me manden a mí no sé si habrá espacio.
En el caso que nos ocupa, nuestro idioma español, hay palabras que no necesariamente son ofensivas, pero que a veces agreden más que las malas voces, y cuyo significado es inicuo en un país, pero inocuo en otro. Por ejemplo, en mi primera visita a la Argentina tuve momentos embarazosos con esa palabreja que tanto nos gusta a los cubanos: coger.
Un cubano no te dice “tome ese camino y siga recto”, sino “coje por ahí derecho”; o “coje este vaso” en vez de “agarra este vaso”. Pero en la patria de Gardel “coger” es algo más sublime. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, “Coger es un verbo en su forma infinitiva que es sinónimo de agarrar, tomar un objeto o persona, y tiene además múltiples acepciones concretas. En determinados países de América Latina, es sinónimo vulgar para referirse a mantener relaciones sexuales”. Sin embargo, cabe decir que en España y Cuba es un verbo muy frecuente en el lenguaje cotidiano. Se coge un catarro, se coge un taxi, se coge una borrachera. Nos suena muy raro cuando escuchamos el verbo “agarrar” en lugar de “coger”. Agarrar viene de garra, y tiene una connotación de fuerza física. Se puede agarrar un palo (aunque hay palos y palos, según el sentido de la palabra).
Decía que la palabra coger me hizo pasar penas en Argentina, cuando en cierta ocasión, durante los Juegos Panamericanos en Mar del Plata, me presentaron a una ministra del gobierno del expresidente Menem, y el interlocutor, queriendo hacerse el gracioso, le dijo: “este es el señor Pablo pero tenga cuidado señora ministra, no le de mucha confianza”. Yo, siguiendo el juego respondí. “No importa mi excelsa ministra, si no me la da, yo me la cojo”. Se hizo un silencio total en el salón. La ministra se puso blanca como su vestido de Coco Chanel, y yo en babia, ignorante de la pata que había metido, hasta que el chistoso, que por haber sido embajador en Cuba conocía nuestras veleidades idiomáticas, le explicó la situación a la mujer, quien saldó el incidente con una sonrisa elegante.
Las palabras son las mismas y diferentes en cada país. En otra ocasión, un periodista amigo de Ecuador me contaba de cómo habían intentado secuestrarlo un dia en su país, y como, cuando el se resistió, amenazaron con “templarlo”. Yo abrí los ojos como platos, y él, viendo mi reacción, repitió:
-Si, casi me tiemplan.
-Bueno… imagino tu sufrimiento, pero al menos estás con vida -le dije al amigo, para no ser procaz y decirle que es mejor violado que muerto. Pero el me miró extrañado.
-Sí, pero casi me matan, que casi me tiemplan hombre -replicó, y caí en cuenta que en Ecuador cuando amenazan con templarte es que te pueden dar tafiti, palito chino, matar.
Y es que la palabreja templar, ignominiosa en Cuba, sin embargo en Costa Rica significa Zurrar, en Ecuador y Colombia Matar, en Puerto Rico y Perú Embriagarse y en Chile, Propasarse. Pero el vocablo puede tener connotaciones heróicas como en “Así se templó el acero”, novela del ruso Nikolai Ostrovski. Que no es lo mismo “Así se cogió el acero”. La humanidad necesita de las malas palabras porque son curativas. Son joyas filológicas de sicología popular. No es lo mismo decir que una persona es tonta a que decir que es un comemierda.
La malas palabras sirven para que votantes y fanáticos del fútbol descarguen sus enojos contra políticos y árbitros. Pero a los señores de la RAE les importa un rábano la salud mental de las multitudes y encierran a los malos vocablos en cárceles semánticas o ideológicas. Decía Fontanarrosa que los catedráticos de la lengua debían atender “la condición terapéutica de las malas palabras”. Un hijoeputa, un cabrón o un pendejo a tiempo, es la mejor medicina para descargar el estrés.
Las palabras prohibidas nos permiten recordarle la genealogía materna a ciertos personajes. Tienen un enorme poder de seducción, aunque los medios de comunicación y los políticamente correctos le quieran dar un carácter traumático y alucinatorio para colocar cinturones de fuerza a nuestra libertad de expresión. Cuando las liberemos de su cárcel ideopolítica y las usemos en el momento y lugar justos, las palabras dejarán de ser “buenas” o “malas”, sino simplemente palabras.
Pablo De Jesús
Nov 11/2017
Tampa, Florida
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