Así como Manzanilla era el borracho patrio, Juanito Calamidad el travesti de turno permanente y Gina la prostituta emérita, Tatáta y Rodolfito eran los bobitos oficiales de un pueblo fecundo en músicos, poetas y locos, cléricos pocos, y todos locos, como rezaba su eslogan de presentación. Un pueblo que vivía a saltos de fiestas para compensar carencias, y en el que los dos memos reinaban como felices habitantes de la luna de Valencia.
Se llamaba Eduardo, pero todo el mundo le decía Tatáta. Vivía de la caridad pública y era el bobo más vivo de aquel pueblo. Su madre solía parir un hijo cada año y regalarlo a familias adoptivas, o depositarlos a la puerta del hospicio de monjas cuando no aparecían padres emergentes. Pero a Tatáta nadie lo quiso, ni siquiera las monjitas, porque desde bebito ya se le veía una luz inacabada en la mirada y la expresión neutra de los que nacieron con el reloj de la mente caminando a contramarcha.
Para ser un niño que nació sin amor, Eduardo lo compensaba con una mirada dulce de perro manso, y agradecía toda caridad con la única palabra que sabía pronunciar: Tatáta.
Si le regalaban un pantalón que ya no le servía al menor de la familia: Tatáta.
Un par de zapatos viejos: Tatáta
Un plato de sopa: Tatáta
Un caramelo en la bodega de Tavito: Tatáta
El dia que le obsequiaron la cornetica plástica, a Tatáta se le alumbró la mirada, y desde entonces se pateó la Calle 13 tatáta arriba, tatáta abajo, y la gente de ese pueblo de jodedores trasnochados se le fue sumando en conga hasta las puertas de la iglesia, donde el Padre Amaro los espantó con su escoba de barrer el púlpito. Lo que Tatáta empezaba como una joda de sus locuras, terminaba siempre en comparsa sin carrozas. Watusi salía con su cencerro, Alexis con el bombo, Mayito con las claves, y el Negro Abelardo cerraba la funeraria para incorporarse al jolgorio con su trompeta plateada.
El otro orate llevaba por nombre Rodolfito, pero igual podíia llamarse Pedro, Perico que Antoñico, porque él sólo atendía al público cuando se trataba de sus argollas. Decían que su mente le empezó a patinar en la temprana juventud, cuando un mal cálculo le hizo clavarse de cabeza contra las lajas del fondo del rio, y que por poco se ahoga. Una mes entero estuvo en cama con un “coma acuoso”, según el Doctor Nadal, del que salió con la última burbuja de agua que expelió de sus pulmones. Desde entonces, la tomó con la mania de ensartar argollas en la espada en ristre de la estatua del coronel Juan Delgado, mambí local que se mantenía inmutable mientras le llenaban la gloriosa arma de aritos de metal forrados en paper machié. Cada aro embocado era coreado con entusiasmo por la gente de ese pueblo, que a viva voz no lo decía, pero sentía el orgullo de ser diferente a otros pueblos de los alredores, debido a sus taraditos oficiales y los tambores y las carrozas con sorpresas que llegaban hasta el campanario de la iglesia.
Decían los bien intencionados que Tatáta y Rodolfito no eran bobos. Sólo retardaditos. Mederos, el poeta local, los inmortalizó en una Elegía a la Locura en la que los calificaba de habitantes de una luna ajena, dueños de guayabitos azules en sus respectivas azoteas.
Pero todo cambió el dia que llegó el nuevo Jefe y mandó a parar el jolgorio de aquel pueblo de chotas sin remedio. La nueva autoridad consideró una afrenta el que un loco se paseara por las calles dando cornetazos a mansalva, mientras el otro se empeñaba en ensartar argollas al viril machete de un héroe de la patria. “Dentro del pueblo todo, fuera del pueblo nada”, dijo el Supremo, y racionó a Tatáta y a Rodolfito a un cornetazo y una argolla diarias, y a la gente aquel pueblo de músicos rumbosos a una sonrisa básica y otra adicional.
Fueron muchos lo que dieron la razón y apoyaron al compañero Jefe, empeñado en meter por el aro a todos los extrañitos. Qué era eso de andar rumbeando o ensartando argollas cuando el deber llamaba a tareas más sagradas: Tatáta perdió su corneta, Rodolfito sus argollas, Tavito su bodega, Alberonio su fonda, y el Negro Abelardo comenzó a regalar ataúdes como si fueran cajitas de cumpleaños. Nadie dijo nada entonces, ni más tarde, cuando Tatáta y Rodolfito fueron llevados a la fuerza al pabellón del hospital de locos, pero muchos pusieron cartelitos en las puertas que decían “Esta es tu casa Mi Jefe”, y gritaban pidiendo “¡Pabellón!, ¡Pabellón!” para los dos loquitos mustios.
Sin corneta ni calles que caminar, Tatáta fue languidenciendo y nunca más dijo tatáta, mientras Rodolfito, no sabiendo que hacer con su manía ensartadora, se fue diluyendo en el silencio húmedo que ahogó de tristeza a sus guayabitos azules.
Un dia, un dia cualquiera, salieron caminando de la mano a ese lugar adonde van los locos cuerdos cuando no despiertan, y el pueblo se quedó sin voz ni sueños. Sólo aquellos que atrasaron a escondidas el reloj de la memoria, comentan bajito que aún pueden ver en el parque de la iglesia a Tatáta aferrado a su corneta verde, y a Rodolfito lanzando argollas al rayo de luz del coronel de bronce.
Pablo de Jesús
California, Enero 2016
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