“Mi amor de verano, mi primer amor/ amor de estudiante ya se terminó / Vendrán otros veranos / vendrán otros amores / pero siempre en mi ser vivirá / mi amor de verano / mi primer amor….
Hay canciones que al cerrar los ojos se convierten en personas. Aún escucho a Roberto Jordán con su amor de verano, y me viene a la memoria la Bella Alicia, el primer amor de mi vida, solo que ella nunca supo que lo era. Hoy me la imagino una viejita rodeada de nietos, preguntándose quien le llenaba de flores de mar pacífico el sofá debajo de la ventana que daba al jardín. Su abuela, una vieja geniosa y seca, peleaba porque las flores iban acompañadas de hormigas, pero nunca asoció la anemia de su mata con el paso de aquel muchachito flaco del litro de leche en la puerta de su casa. Alicia era un duende rubio y etéreo, que apenas me regaló par de sonrisas en la corta existencia de nuestro amor platónico, pero que a mí me bastaron para sentirme en el cielo, y fueron la causa de que comenzara a leer poemas de amores no correspondidos.
Pero aquello terminó cuando Alicia y su abuela seca se fueron para el Norte, como decíamos cuando alguien del pueblo desaparecía de un día para otro; aunque en aquella época yo pensaba que en realidad habían sido objeto de abducciones alienistas. Después me enteré que unos marcianos llamados yanquis eran los causantes de tanta deforestación pueblerina.
Más tarde conocí a María Dolores, la primera chica que me regaló un beso. Corto y de piquito, pero suficiente para que entonces compusiera yo mismo los poemas de amor. Y ella me correspondía con carticas llenas de besos estampados en carmín rojo, sobre los que depositaba yo mis labios y mis sueños. Fue un amor lindo, que no pasó de un traspaso de saliva con sabor a papel mojado, pero que me dio fuelle para seguir por la senda del amor, saltando de flor en flor, y mejorando las artes misteriosas en cada nuevo encuentro con las flechas de Cupido. Claro, que a veces el tal Cupido solo disparaba dardos a mi pobre corazón, mientras la bomba de mi amada de turno no sufría ni un rasguño.
Dicen que en la vida todos tenemos un secreto inconfesable, un arrepentimiento, un sueño inalcanzable y un amor inolvidable. Yo tuve las cuatro cosas en un sola mujer. Ella me bautizó en los jugos de su alcoba cuando pasé de la niñez a los asuntos, y me enseñó que el tamaño de una mentira se mide multiplicando el largo de la explicación por el ancho de la excusa.
Atrapado en ese amor tetosterónico de la juventud, me pasó como Lorca, que “me la llevé al río creyendo que era mozuela pero tenía marido”. Aquel amor prohibido terminó cuando el esposo de la amada infiel -y para nada inmóvil. Bien “mobile” que era ella, como la Donna- me descubrió entrando por la ventana una noche sin luna. Aprendí que correr delante de un machete amenazante es la mejor forma de conservar la cabeza. Nada tan triste como encontrar el amor de tu vida y tener que devolverlo. Pero me sirvió también para comprender que una cosa es gusto y otra amor. Lo mío era gusto puro y duro. Con los años aprendí que cuando te gusta una flor, la arrancas. Pero cuando amas una flor, la riegas todos los días. Esa es la diferencia entre el “me gustas” y el “te amo”.
Después anclé mi amor en otros puertos, pero mi portafolio de poemas no fue suficiente para evitar que siguiera a la deriva. Por el camino hubo amores que terminaron en amistades y amistades que se incineraron en la hoguera del amor. Existió también una chica que pensé sería mi media naranja pero al final resultó que era un fruto prohibido, y como la manzana del Paraíso, llevaba veneno. Loly era una mujer fogosa, pero su romanticismo andaba a nivel de los Muñequitos de Matanzas o los Guaracheros de Regla. Un día de esos en que yo tenía el romántico subido le dije que por su amor era capaz de bajarle el sol y la luna y ponérselo a sus pies y ella me respondió: “No jodas. No eres capaz ni de bajar la tapa del sanitario y me vas a bajar las estrellas”. Ahí mismo feneció ese amor incomprendido. Un hombre enamorado puede sentarse en un hormiguero, pero solo un necio permanece sobre él.
Empero, el tiempo me enseñó que madurar es entender que el otro te quiere como puede y no como tú quieras. Que un hombre siempre quiere ser el primer amor de su amada, pero una mujer solo quiere que su amado sea su último amor. Y grabé esta lección de por vida: En el amor, las apariencias no engañan. Las que engañan son las expectativas.
El amor, como dijo un viejo sabio, no tiene horario ni fecha en el calendario. Ni todas esas tonterías de vincular el 14 de febrero con el día de la amistad, un invento de mercadotecnia para vendernos cosas que no necesitamos o para que los floricultores colombianos y los chocolateros de Suiza hagan su agosto. El amor no se puede limitar a un solo día del año. Amemos todos los días, y cuando encontremos a alguien con café en la mirada, alguien que nos quite el sueño, no tengamos reparo en caminar insomnes por el mundo.
Pablo de Jesús
Feb 13/2008
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