Mi amigo Chago me invita a pescar. Está loco por mostrarme lo marinero que se porta su barquito nuevo en las aguas puertorriqueñas. A Chago no le cae muy bien le llame barquito a su carcasa flotante. “¡Coño chico! No me la tires a mierda”, dice con ese acento de cubanazo recién salido de la isla -esa que dicen es la otra ala de un pájaro, pero donde está prohibido tener barquitos privados, peces y pescados- y explica que una Boston Whaler de 1998 con dos motores, camarote, ducha, cocina y asientos traseros para la pesca no es cualquier cosa. Es mucho más que el maltrecho botecito de remos que tenía en Guanabo para sus salidas de pescador clandestino. Lo conocí una noche sin luna en esa playa cubana, cuando le compré todo la pesca del dia -camarones, langostas y peces varios-, para revendérsela a los cocineros de la embajada de China en La Habana.
Por las arrugas de su rostro, Chago anda entre los 40 y los 100, pero él asegura que sólo tiene 15 años, los que lleva viviendo en Puerto Rico. Nos reecontramos por casualidad en un cafetería de San Juan. El, de mozo de limpieza; yo, de turista. Con lo ahorrado se compró su primera lanchita y se fue a pescar sueños en los bajíos de Fajardo. En cada viaje que doy a la Isla del Encanto, me enseña sus progresos de inmigrante, aunque él no se siente como tal: “El mar es mar donde quiera”, dice. Encima de su nao, con el horizonte como límite, se siente dueño de su propio mundo bamboleante.
“Tu verás que hoy si vamos a agarrar chillos de verdad”, dice Chago, mientras guarda la carnada en una hielera pequeña y roja. Sabe que me priva ese pescado. Cada vez que arribo a Puerto Rico voy directo a comer chillo frito con tostones a los chinchalitos de Piñones, un barrio de chozas marinas, pariente pobre de la lujosa y turística Isla Verde. No importa a la hora que llegue, siempre recalo en el puesto de Mary La Teta para degustar ese pescado de piel colorada y espinas grandes, carne magra y sabor fuerte, el más consumido en Puerto Rico. Lo mismo está en la mesa del rico que del pobre.
A las 7 de una mañana pegajosa me presento en el muelle con mi indumentaria marinera: pantalón corto, una camisa blanca de lino y manga larga para que el sol no me castigue tanto, y la vieja gorra que me regaló el Duque Hernández cuando ganó su primera Serie Mundial con los Yankees de Nueva York. La gorra azul está firmada por el pitcher estrella de los Industriales. Es mi “gorramusa”, como le llamo, porque con ella convoco a las hadas de la imaginación cuando me siento a escribir. La llevo a todas partes, y la uso en esta excursión con la esperanza de que se me ocurra un buen tema para mi columna del domingo en Facebook.
Mientras Chago prepara el barco, yo cargo carnadas, varas y anzuelos de todo tipo. Y además, una hielera grande para la pesca, llena por ahora de cervezas Medalla y Presidente, botellas de agua y un litro de CañaChago, el ron que mi amigo destila en su cabañita pegada al mar, y al que agrega uvas para rebajarle el tufo. Al regreso, la hielera vendrá llena de pargos, chillos, petos, albacoras, cojinuas, bonitos, y otros seres extraños que Chago identifica con su ojo marinero. A veces creo se inventa los nombres, pero como soy neófito en el asunto pescado, me trago la carnada.
Al fin desatracamos, rumbo al rosario de isletas que abundan al nordeste de la isla. Nos pasaremos el dia dando tumbos por Culebra y Culebrita; Cayo Norte, con sus tortugas protegidas y ruidosas aves marinas; Cayo Icacos, refugio de boas y lagartos; Palomino y Palominitos, bordeadas de corales multicolores donde los peces buscan camuflarse de depredadores marinos y humanos. Disfruto del aire limpio, el olor a salitre y la belleza de los fondos marinos. Apenas atiendo los anzuelos. Los peces pican y se van. Y yo, aferrado a mi CañaChago con hielo, descocando historias y miercolinas. Imagino a Hemingway en su barco Pilar, pescando agujas y cuentos, y tejiéndole al pobre Santiago la red de la mala suerte que le fue mermando el gran pez. Por acto reflejo miro al Mar en busca del tiburón que le robó la pesca al Viejo. Por estas aguas demasiado calientes no abundan los escualos, pero no quiere decir que no haya.
De pronto, siento un gran tirón en una de las cañas encajadas en unos tubos en la popa. “¡Coño! Este si es grande”, grito y me aferro a la vara mientras Chago maniobra el barco y me grita que aguante firme, que clave los dos pies en el borde de la popa y me recueste a la silla para soportar los tirones. Hago lo que me dice. Después del primer tirón, el pez da suaves toques a la línea y yo me confío, hasta que vuelve a tirar fuerte. “¡Coño! ¡Por poco me jodes!”, le digo al pez, y él responde con otro tirón que casi me arranca los brazos. Las manos me sudan, pero me aferro a la vara. Lo que sea, puja por soltarse o arrastrarme con él al fondo del mar. El sudor me cae en los ojos y los irrita. Chago maniobra el barco para que el pez no le rebase y me grita de nuevo que recoja “poco a poco con el reel”. Creo entender que hay que recobrar pita dándole para atrás al carrete, pero temo que si uso una mano para ello el pez me arrebate la vara. Esto de pescar es más duro de lo que se ve en las películas. A estas alturas, creo que es el pez el que me tiene ensartado. Ante mi ineptitud, mi amigo detiene el barco y se dispone a tirar el ancla para venir en mi ayuda.
Mis 220 libras pujan contra el maligno de las profundidades. La vara se me resbala de las manos con el sudor. Los músculos de los brazos comienzan a dolerme por acumulación de leche condesada, eso que tenemos los tipos sedentarios en vez de ácido láctico. Hago un movimiento brusco con la cabeza para quitarme el sudor de los ojos, y entonces, la hecatombe. Justo en ese momento, una ráfaga de aire me levanta la gorra y yo, instintivamente, me llevo las dos manos a la cabeza para evitar perderla, pero entonces la vara sale disparada por el aire y va a clavarse al mar como un arpón. Pobre de mí.
– ¡Noooo! -grita Chago, y se abalanza a ver si puede rescatar la caña de pescar.- ¡Carajo! Esa era una ginóbili de 200 dólares, oigo que grita.
Yo estoy petrificado. El tiempo se ralentiza. Mi gorra de los Yankees flota en el mar, a unos 10 metros del barco. En las aguas azulturquesa del Caribe, las letras NY blancas bailan sobre las olas. Sin pensarlo, me lanzo al agua para rescatar a Gorramusa. Justo cuando me faltan dos brazadas para alcanzarla , un bicho enorme sale de las profundidades del océano y engarza la gorra con el pico. La aguja, azul y plateada, se eleva par de metros sobre el agua, y cae de nariz, llevándose a Gorramusa al fondo. En el brinco, se ha soltado el anzuelo y la vara hace zigzags en el aire, cayendo a mi lado con un sonido de látigo que eriza la piel. Me quedo lelo. Desde el barco, el viejo Chago me grita: “¡Agarra la caña! ¡Agarra la caña coño!”.
Tomo la maldita vara y nado de regreso al barco. Chago me da una mano y después se aferra a ginóbili con la alegría de alguien que ha visto resucitar a un ser querido. En mi tontera, creí que decía Ginóbili, el apellido del jugador de baloncesto argentino de la NBA. Pero, sólo era una vara de pescar Trq-Nano Ignobilis 841 de la marca Penn, una baratija al lado de mi querida Gorramusa.
– ¡Ese bicho tenía como 200 libras! ¡Si lo hubiéramos atrapado! -oigo que dice el viejo Chago, pero en el fondo, me alegro de que la aguja se hubiera liberado. Era demasiado hermosa para terminar en la mesa de suchi de los chinos y japoneses que están invadiendo silenciosamente a Puerto Rico.
Ahora estoy enfermo de nostalgia, en fase terminal. Sin Gorramusa, no sé de qué voy a escribir en la columna del domingo.
Pablo de Jesús
Sept 25/2016
Fajardo, Puerto Rico
Comments
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