En estos días estamos en medio de un feroz ataque de los terroristas del ‘political correctness’. Esos censores de nuestra moral que nos dictan las normas de conducta que deben regir nuestras opiniones. Más que terroristas, son erroristas de la política que se la pasan buscando la paja en el ojo ajeno, o fisgoneando ojos ajenos para sus masturbaciones mentales.
Dicen que con Trump el país se ha politizado, pero olvidan que esto viene arrastrándose desde que Bush hijo le ganó unas apretadas elecciones al demócrata Al Gore en 2000. Muchos de los que hoy cacarean en el bando liberal olvidan que fue el propio presidente Bill Clinton quien boicoteó las aspiraciones de su vice Gore cuando inopinadamente dio luz verde a la devolución de Elián González a Cuba. De haber esperado unos meses más, Estados Unidos hubiera tenido un gran presidente; al menos con más IQ que el ganador. El recuento de votos en la Florida demostró que la historia pudo haber sido otra. Curiosamente, los demócratas no patalearon tanto entonces, ni hablaron de cambiar constituciones o el sistema electoral, como cuando doña Hillary Clinton perdió ante Trump.
El partido del burro azul había tirado sus dados: ocho años para desgastar a los republicanos en el poder (sin tener que hacer mucho esfuerzo dado el inquilino de la Casa Blanca en ese momento), y después se salían con la candidatura de Clinton. Solo que salió el “caballo negro” de Obama y como dice el famoso cuento del león y el violinista, el sordo jodió el concierto. En la cultura política norteamericana el “caballo negro” es un candidato relativamente poco conocido, con escasas oportunidades de éxito al ser nominado para un cargo público. El término fue extraído de la novela que escribió en 1931 Benjamin Disraeli, “The Young Duke”, sobre un caballo negro que nunca era considerado entre los primeros hasta que un día sorprendió al ganar la carrera. Ochos años demócratas después, Trump fue el caballo negro de los republicanos. Su elección fue una especie de voto de castigo a la clase política estadounidense. Los deplorables -como nos calificó Hillary- votamos para botar el pescado que apestaba, pero no tuvimos en cuenta sus espinas.
En los 19 meses que lleva de mandatario, Trump ha enfrentado más campañas en su contra que los últimos tres presidentes juntos. Es cierto que Míster se las trae con su actitud arrogante -y a veces de niño acostumbrado a hacer bullying-, pero celebro su lengua tan políticamente incorrecta para llamar las cosas como son. Y eso choca a cierta prensa de agenda liberal, que ha contribuido a la desazón social, alimentando un clima de incertidumbre y de angustia ante la probabilidad de convertirnos en un estado fallido por culpa de su clase política. Como la de esos países que ahora nos envían su ríada de fugitivos, gente que huye de la pobreza, el crimen y el narcotráfico, pavimentado su camino al sueño americano con profusión de banderas de Estados Unidos quemadas al calor de los intereses de izquierda que la mueven.
Con Trump, a muchos cubanos nos pasa como cuando estamos ante un chicharrón de puerco. A algunos nos llena los ojos. A otros se los envenena. Es un trauma sicosocial que arrastramos debido a nuestra nula cultura democrática. Sobre todo, los que llegamos con el lastre de esa espeluznante consigna “dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada”. Apoyamos o reprobamos a Trump con la misma ferocidad conque defendíamos o criticábamos a Fidel Castro. Vivimos tantos años en la zona gris que hemos perdido la capacidad para ver los matices. Analizamos la política de este país con el mismo esquema mental del que dejamos atrás, sin ver que aquí el asunto no es de ideología, sino de matices de una misma filosofía. Cierto que hay algunos camaleones demócratas que hablan de socialismo sin haberlo nunca padecido, pero eso es más oportunismo que fanatismo. El sueño de estos arribistas liberales sería ponernos la camisa de fuerza de la autocensura y el ‘political correctness’. Ambas son características del autoritarismo que surge en las sociedades liberales, donde aquellos que se sienten moralmente superiores se vuelven censores del pensamiento. Contrario a lo que muchos puedan pensar, esta censura moral no es un fenómeno de los estados totalitarios ni de las dictaduras, sino de los estados en los que hay libertad.
En su desespero por el poder, los políticos han llevado al país a un punto de confrontación que se me está pareciendo a lo que vivimos en Cuba: Calles tomadas por variopintos y furiosos activistas; mítines de repudio de los demócratas a los republicanos y vivecersa; coerción en las redes sociales; incitación a la violencia. Ahora también, sale este imbécil de la Florida, dizque seguidor de Trump, para echar más sal en las heridas con sus bombas artesanales enviadas a altas figuras del Partido Demócrata. O el otro asesino antisemita que masacró a los fieles de una sinagoga en Pittsburgh. Ya se ha olvidado el atentado cometido por un fanático demócrata en julio de 2017 a miembros republicanos del Congreso mientras jugaban un partido de béisbol en Virginia. De todas formas, tirios y troyanos usarán los dos últimos hechos para llevar agua a sus canoas, en medio del rio revuelto de las elecciones de medio término.
Esto pica y se extiende. No importa lo que haga Trump. Sus detractores le buscarán las manchas. Y también sería funesta para la democracia que él se creyera el sol del universo. Por lo pronto, me apego a lo que decía Lincoln: “Una papeleta de voto es más fuerte que una bala de fusil”.
Viniendo de dónde vengo, esa frase es mi verdadero sueño americano.
Pablo de Jesús
Octubre 2018
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