Todo comenzó por una cabeza de ajo. La historia tiene caprichos, y sus momentos más álgidos se han producido por una nimiedad. La guerra entre griegos y troyanos comenzó porque París de Troya raptó a Helena de Esparta, la mujer más bella del mundo en esa época, y se armó la de troya. En 1969, Honduras y El Salvador se fueron a la guerra a consecuencia de un partido de fútbol. En 1988, el robo de un silo que guardaba varias toneladas de ajo destinados a la mesa del Comandante en Jefe, dio lugar un año después a la llamada Causa Número Uno, en la que fueron ejecutados un General y varios oficiales, más dos perfectos desconocidos que nada tenían que ver con el narcotráfico y otras tareas revolucionarias.
He aquí la historia verdadera:
VERANO DE 1988
Indalecio y Campitos amanecieron con resaca y hambre. La noche anterior habían hecho frente a dos botellas de Chispa’e tren. El ron, destilado con la azúcar blanca comprada de contrabando, les sirvió para calmar los ánimos belicosos de sus estómagos y acallar los quejidos de perro apaleado de sus conciencias. Ambos eran profesionales caídos en desgracia. El título universitario que acreditaba a Indalecio de Ingeniero Agropecuario, colgaba de la sala de su miserable casa en Valle Grande. Sala que era a su vez comedor, cocina, baño y vivienda entera, donde en sus apenas 2×2 m cuadrados habitaban un catre, una cocinita de kerosene, y un librero huérfano de obras, porque sus huéspedes de papel fueron mermando, enganchados hoja a hoja de un alambre en la letrina del patio.
Campitos nunca fue a buscar su título de veterinario. “Total, un papel de mierda no te garantiza el futuro”, dijo, y por medio de un amigo consiguió trabajo en Valle Grande, la finca que “Mongo” Castro, hermano del Comandante, regentaba para su propio peculio. El trabajo de nuestro veterinario era sencillo: Inseminar a las vacas por el método recto vaginal. “Es casi como a la antigüita. Lo que en vez de ser el toro quien la preña lo hago yo, metiéndole la mano por allí mismo y depositando el espermatozoide congelado. Me siento grande cada vez que preño a una vaca del Comandante. Qué coño. ¡Yo soy la Revolución!”, le explicó un día a su amigo Indalecio.
En Valle Grande no vivían vacas comunes. Eran vacas con pedigrí. Bovinos de la Revolución, hijas del gran Rosafé Signé, ese toro canadiense que le costó al país un millón de dólares, y padre de la famosa Ubre Blanca, la campeona de todas las vacas del mundo. Única que comía consignas y daba leche.
VERANO DE 1989
Frente al paredón de fusilamiento, el General, Héroe de la República de Cuba, se sintió un hombre traicionado. En los últimos minutos de su existencia, su vida de guerrero de todas latitudes pasó como una película muda por delante de sus ojos. Todavía, un mes después del juicio, se preguntaba quien coño se había atrevido a robar la heroína que tenía escondido en el silo de Valle Grande, por orden del Comandante. Dicen que éste agarró tal encabronamiento que le provocó una parálisis facial de la que nunca se recuperó. El General fue culpado por negligencia en el cargo, corrupción, y tratos con el enemigo para introducir la droga en Miami por su cuenta.
VERANO DEL 88
El hambre ya doblaba la esquina del mediodía en los estómagos rugientes de Indalecio y Campitos cuando surgió la idea. El veterinario le sugirió al ingeniero robarse unos huevos de la granja de Mongo Castro, a fin de preparar una buena tortilla. Indalecio respondió que nada de tortilla. Huevo hervido porque no tenía aceite. De los huevos del Comandante pasaron a las gallinas del Comandante -un año después se preguntaban que fue primero en su desgracia, si el huevo o la gallina- y de las galinas a los gallos de pelea de otro Comandante. Se vieron entonces ante un buen fricasé de gallo. Sintieron el olor, y comenzaron a babear como el perro de Pavlov. Solo era cosa de resolver el aceite y las papas. Con el bodeguero Troncoso podrían intentarlo, a cambio de otro par de plumíferos. Quien roba dos, roba cuatro. Pero el hambre les obnubiló la razón, y de las gallinas pasaron a los asuntos mayores. Desde el portalito del cuartucho de Indalecio se veía el corral de lujo de Ubre Blanca, que hacía poco había sido trasladada de su natal Isla de la Juventud hasta Valle Grande. En su ambiente aséptico, con aire acondicionado, música clásica las 24 horas, la vaca rumiaba su ración de pienso canadiense, enriquecido con vitaminas y cereales, ajena a su destino.
—Hace años no pruebo un bisté acere —dijo Indalecio, mirando hacia el corral de Ubre Blanca.
—Ni yo. Ya ni recuerdo su sabor —respondió Campitos.
Hay momentos en la vida que son definitorios. Que impelen a tomar una decisión. Y los dos amigos concluyeron que el plazo histórico en que vivían, con el estómago pegado al espinazo, era de esos en que los hombres se crecen o se achican. Comenzaron los preparativos para el suculento banquete. En calidad de amante privado, Campitos tenía libre acceso a Ubre Blanca, así que la cuestión no era como hacer que el animal pasara de rumiante a bisté, sino cómo hacer para que nadie se diera cuenta. Ubre Blanca era una Heroína de la Revolución; la niña consentida del Comandante, quien vivía pendiente de la asombrosa producción de sus tetas lecheras. ¡110 litros de leche al dia! Todo un récord Guinnes.Por eso no podía desaparecer así como así. Los amigos buscaron entre las vacas de la finca y y encontraron otra idéntica: Blanca y negra, con un lucero triangular en la frente, como la Heroína Lechera. La Vaca Sustituta era uno de los muchos clones de Ubre Blanca.
En este punto, el lector se dirá por qué no se comieron a la Vaca Suplente, pero nuestros dos valientes estaban decididos a probar la suculenta carne de la titular, alimentada con pienso canadiense, miel de pulga brasileña y sal koshe traída desde Israel.
—El sabor, la textura y el olor de esa carne de Ubre Blanca será como la carne de Kobe, esa región de Japón donde se cría una raza de bueyes especiales —explicó Indalecio, según lo que había leído en una revista Correo de España.
Resuelto el problema del plato principal, faltaban los condimentos.
—Un bisté sin ajo es una mierda —apunto Campitos, muy sensatamente.
—Cierto —confirmó su amigo.— Pero yo sé dónde conseguir no solo ajo, sino también cebolla.
A unos dos kilómetros de la granja había un silo repleto de las preciadas especies. Eran productos gourmet enviados desde Italia para la mesa del Comandante. Dignos complementos de la carne ubreblanquiana. Pero los almacenes estaban bien protegidos. Con siete candados por fuera, sellos irrompibles y guardia permanente, la captura de una cabeza de ajo se hacía una misión suicida. Indalecio le metió coco al asunto y descubrió que por los conductos del aire acondicionado se podía llegar al tesoro. Campitos, por ser el más flaco, se coló por el ducto mientras Indalecio vigilaba y se quedaba escondido en unos matorrales adyacentes, para halar el cubo con que sacarían los productos.
VERANO DEL 89
Antes de que las balas le mordieran el cuerpo, el último pensamiento del General no fue, como había prometido, para el Comandante en Jefe. “Tronco de hijoeputa”, se dijo segundos antes de la voz de fuego. Cuando escuchó la descarga que le enviaría al olvido, su cerebro llegó a procesar un postrer arrepentimiento: “¡Y todo por un desgraciado ajo!”.
VERANO DEL 88
Fue tan fácil sacar el primer cubo con ajo, que los amigos se embullaron y siguieron y siguieron hasta que toparon con una capa de cebollas. Cuando tenían listo 333 sacos de ambos productos, el cubo chocó con otra capa suave, que levantó una nube blanca en el silo. “Carne y leche el mismo día. ¡Esto va ser un banquete!”, se dijo Campitos, creyendo que aquello se trataba de leche en polvo de la mentada Ubre Blanca. La Leche del Comandante, con la que le preparaban sus helados Coppelia. También le dieron baja al polvo, aunque Campitos salió del silo con una borrachera tremenda, la cual adjudicó Indalecio al pomito de benadrilina lleno de alcolifán que su amigo solía cargar en el bolsillo trasero de su único jean.
Los sacos de ajo y cebolla desaparecieron en el mercado negro de El Cano, El Chico, Wajay, Arroyo Arenas, La Lisa y parte de Mariano. Mismo destino corrió la “leche en polvo”. Se cuenta que la gente de esos barrios agarró tremenda cogorza, y algunos salieron a la calle a pintar proclamas contrarrevolucionarias y gritar a todo pulmón ¡Abajo el Comandante! Cuando se descubrió que la leche no era tal, sino heroína al 100% de pureza, la historia de Cuba comenzó a escribirse de otra forma.
Las autoridades comenzaron a halar del hilo y encontraron que el General y sus acólitos habían metido la mano más de lo debido. De nada valió que a uno de los implicados se le fuera el patín en una de las sesiones del juicio y dijera que “todo lo hacíamos cumpliendo órdenes de arriba”. Los otros generales y oficiales miraron hacia el techo y callaron. Tampoco fue motivo de indulgencia el que antes de ser condenados, el Jefe les prometiera el perdón a cambio de que cargaran con las culpas de narcotráfico para “salvar a la Revolución”. Su revolución.
Fusilaron al General. Fusilaron a varios más. Después vino otro juicio que le costó el cargo y la cabeza al Ministro y, ensartados al final de la pita, cual morralla desechable, estuvieron Indalecio y Campitos.
En menos de lo que canta un gallo -el mismo que no se comieron-, fueron presos, confesos y sentenciados. Algunos, impuestos del caso, vieron el destino de Indalecio y Campitos como una de esas paradojas de la vida. El Ajo del Comandante -y todo los demás dentro del silo- salvó la vida de Ubre Blanca, y la gente comenzó a decir que había Heroína Buena y Heroína Mala. Fueron muchos lo que creyeron que la isla se había corrido hacia la India, donde las vacas son sagradas e intocables. Incomibles, como en Cuba.
VERANO DEL 89
Un año después, frente al mismo pelotón de fusilamiento que se llevó al General, Indalecio y Campitos pusieron pecho a su suerte con una sonrisa de triunfo. Antes de que las balas impactaran sus cuerpos, lograron gritar: “¡Viva el bisté cojones!
© Pablo de Jesús
Escrito en Las Vegas (Nevada) en Marzo de 2018
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