Hubo un tiempo en que fui estilizado, atlético y con un entusiasmo tal que me comía crudo al mundo. Hoy creo que, además del globo terráqueo, me he tragado la galaxia completa. Mi six-pad se ha visto reemplazado por un paquete semanal de seis Heineken.
Alguna vez fui calificado de Mangón, pero siempre sospeché que era más por ser dueño de un auto Moskvitch que por “good-looking”. Que una cubana comparara la fruta tropical con un hombre de buen ver, sólo es explicable por lo raro que resulta hoy ver un mango en Cuba. Algo muy apreciado y apetitoso. . Y debo confesar que hubo un momento en que me sentí un mangón como Alain Delón gracias a una chica que me pidió botella hasta el Vedado. Una botella para un cubano lo mismo es un aventón que un trabajo enchufado. Pero aquella chica lo que quería era un viaje gratis. “¡Ay, mi mangón! ¿Me das una botellita hasta el Vedado?”, me pidió aquella trigueña de ojos asesinos. Y como a mí educaron en la vieja escuela de la caballerosidad obligada, no pude más que complacerla.
Tener la llave de un almendrón -como le llaman en Cuba a los autos de antes de 1959- o de uno de aquellos coches rusos hechos a imagen y semejanza del cucarachón de Kafka, solía abrir montones de puertas en la sociedad cubana. No negaré que mi ego subió varios decibeles cuando aquella chica me regaló su sonrisa. Lo malo es que nunca tuve la certeza de si me la daba a mí o al cacharro ruso a mis espaldas.
Por aquella época se puso de moda un chiste que ejemplificaba la escala de valores de la sociedad. Había una vez un conejo que era perseguido por los perros de caza y ya estaba a punto de ser alcanzado cuando, casi desfallecido, se tropieza con una zorra. “¡Amiga Zorra, sálvame!” le gritó el conejo y la zorra, que ese día se había dado un banquete con una comadreja, y estaba de buenas, muy caritativa le respondió: “¡Pues agárrate de mi rabo!” y salió disparada, con el conejo aferrado a su cola, hasta que lo puso a salvo. El cobayo le dio las gracias la zorra y se fue por su lado. A la semana siguiente, era ella quien corría perseguida por los perros, cuando se encontró al conejo, que se brindó a ayudarle. “¿Cómo me vas a salvar con esa cola tan corta?”, le preguntó la zorra, pero el conejo sacó una llave de su bolsillo, fue detrás de un matorral, y se apareció manejando un Lada ruso 2107. Ambos se montaron y dejaron muy atrás a la jauría perseguidora. La moraleja del cuento era: “No importa que tengas el rabo corto, si tienes un Lada”.
Pero el tiempo pasa, a mayor velocidad de la que uno quiere, y las canas no te las quita nadie de encima, ni aunque intentes disimularlas con papel carbón. De repente, los años mozos se evaporaron como el salario a mediados de mes, y me vi convertido en Temba. Dentro de otros dos mil años, sociólogos e historiadores del futuro tendrán un gran problema cuando quieran estudiar como hablaba un cubano en ese periodo paleolítico que se llamó Revolución. Un Temba es todo el que haya pasado de los 40 años, y esté a punto de entrar en la edad del desguace. Todo lo contrario de una Temba, una mujer madura a punto de caramelo. A esa edad, los hombres buscan jovencitas en vano esfuerzo por aferrarse al presente que se les escurre entre las manos, mientras la mujer controla su calendario porque ya no es ni Virgen ni María. Porque ser Temba no es poca cosa; hubo una época en que los Tembas con dinero y carro eran altamente cotizados, y la Charanga Habanera -una orquesta populachera- creó por esos años una canción en la que denigraba a la mujer cubana: “búscate un temba que te mantenga”, decía la letra. Y lo peor, que algunas féminas se empeñaban en hacer realidad lo que decía la Charanga.
Recuerdo muy bien el día en que pasé de Temba a Puro. Estaba exactamente parado frente al Hotel Habana Libre, deseando me cayera del cielo un turista al que pasear en mi Moskvicht color crema, y me dejara caer aunque fuera una monja (cinco dólares). Andaba embelesado, cuando unos golpecitos en la ventanilla interrumpieron mis cavilaciones. Una mujer de ébano, y con lo sexy tan a flor de piel que apuñalaba pensamientos morbosos, solicitaba mis servicios de taxista clandestino. “Ay mi Puro, tengo unos puntos ahí y me hace falta llevarlos pa´l Comodoro”, me soltó la odalisca. Mambo caliente. Un Puro, al uso de los años 90 del siglo pasado en Cuba, era un señor canoso que apretaba el culo para darle a los pedales de la vida. Un “punto” era cualquier turista libidinoso que anduviera buscando marcha. Aquella escultura de mujer me salvó la noche, pero me puso a pensar. Yo apenas andaba por los 42 años y ya los que tenían 20 primaveras menos empezaban a verme como un Ocambo, sólo por tener el pelo blanco. Y es que en Cuba, con el trajín diario de la supervivencia, los años se queman más aprisa que un cigarro Popular.
Dos años después llegué a Miami, y como que me frisé en el tiempo. Para mí que el agua de esta ciudad tiene ese toque de Fuente de la Juventud que hace 500 años estuvo buscando el explorador español Juan Ponce de León en la Florida. Colón le dio a los reyes de España las tierras de Las Américas. Hernán Cortés el oro del imperio mexicano, y Juanito Ponce quiso dotar a sus majestades con el secreto de una piel tersa y una eterna juventud, pero al final solo pudo regalarles el placebo de la crema Pons.
Ahora que todo está clasificado y cada quien encaja en una categoría de persona, me quieren encasillar en el mundo aburrido de la Tercera Edad. Se empeñan con meterme en el mismo saco de los viejos carcamales, utilizando trampas muy sutiles: descuentos en restaurantes, hoteles, aviones y atracciones para viejos, cuando yo lo que quisiera son descuentos para Disney World, Universal Studios o una playa de nudismo. Ya no me importa si soy un Mangón, un Temba o un Puro. Con los años he aprendido a caminar cerrando puertas viejas y abriendo las futuras. De lo contrario, en ese intento por regresar a esa bobería de que cualquier tiempo pasado fue mejor, corremos el riesgo de perdernos en el laberinto de los recuerdos. Y esa es la peor medicina que se le puede dar a un viejo.
Pablo de Jesús
Abril 9/2017
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