Se mira al espejo. Da un retoque al rimmel de su ojo izquierdo. Resiste la tentación de ponerse talco entre los senos. Le gusta ese cosquilleo del Heno de Pravia sobre la piel, regalo de Gonzálo en su última visita. Se decide por un toque de Alicia Alonso en cada pezón, detrás de las orejas, en el ombligo y un poco más abajo. Los lugares secretos que privan a los hombres. El espejo le devuelve un cuerpo piel canela de rotundos promontorios, atrapados en unos panty rojos, pensados para incitar al miura allende la frontera. Se sabe hermosa. Se sabe hembra. Y se sabe deseada, aunque sea vendiendo pedazos de su cuerpo en el mercado de las almas rotas. Desliza el ajustado vestido negro sobre su cabeza y se da vuelta para ver en el espejo como le marca las nalgas, orondas y firmes. Son 25 años y un título de ingeniera sin oficio, pero si no se apura se le irá el avión de los sueños y quedará anclada en esta isla tejiendo amores de a minuto en esquinas oscuras. Hoy es su dia. Lo presiente. El galleguito ha regresado y le ha dicho que tienen que hablar sobre un asunto importante. ¿Le propondrá matrimonio? Verdad que está un poco gordo y fofo, y que suda como un puerco cuando follan. Palabra que aprendió de él y suena más bonita que la grosería que se usa en Cuba. “Que va. Tengo que salir de este país como sea”. Y sabe que está a punto de lograrlo. El la consiente en todo, y ella le da placer al menudeo, escanciando sus caricias como el barman que se roba el ron de los cocteles. “Esto es como un papalote -le dijo Ñica cuando la estaba iniciando en el negocio-. Primero le das cordel pa que se empine, y luego le recojes pita pa tenerlo bajo control”. Y así pescó a Gonzálo en la piscina del Tritón. “Nena, las cosas que tu me haces nadie me las había hecho antes”, le dijo un dia de felaciones mutuas. “No es un buen palo, pero los he tenido peores”, piensa, y su piel se eriza cuando recuerda a Justo, su hombre, que ahora anda por París del brazo del gay francés que le pagó el pasaje. Quedaron en que se reunirían pronto y se tomarían una foto en la Torre Eiffel para mostrarle a todo el barrio que al fin habían hecho el pan. Que eran unos triunfadores. Pero Justo lleva siete meses en silencio y ella sabe lo que eso significa. Si sale de Cuba, jura que irá a buscarlo, aunque tenga que sacarlo del fondo del Sena, lleno de barro y mierda parisina. Una lágrima hace equilibrio en el borde del párpado derecho, la seca con un klenex. Vuelve a retocarse el maquillaje. Quiere lucir perfecta. Sexy y tigresa. La vida la ha vuelto cínica y escéptica. “Nadie regala nada, todo hay que arrancárselo a la calle”. Se mira de nuevo al espejo. Está vestida para matar. Abre la puerta de la calle, y sale a cazar.
La noche está floja. Un sólo turista, medio borracho, rumbo a Tropicana, y tacaño el tipo. Justo los cinco dólares de la carrera desde El Comodoro hasta el cabaret bajo las estrellas, paraíso de mulatas rumberas y gigolós salseros. “Como no consiga otro viaje esta noche, no saco ni pa la gasolina”. El Impala se desliza suave por la avenida, como un gran pájaro azul en plena cacería. Detrás del timón se siente dueño de la noche. Fue un acierto haber vendido el Moskvicht. El maldito cacharro ruso estaba más tiempo roto que andando. Con el dinero de la venta pudo terminar de arreglar la casa, comprar muebles y hacerse del Chevy. Ha tenido que gastarse sus buenos pesos poniéndolo presentable, pero valió la pena. Poco a poco está recuperando lo invertido. Hasta casetera le ha puesto. “Señores que Pachanga, me voy pa la pachanga” canta Alfredito Rodríguez desde el salpicadero. Buen socio el Alfredito. Más de una vez le ha alquilado para llevar sus instrumentos musicales a un concierto o cuando sale de paseo con su novia de turno. “Sobrevivientes hermano, eso somos”, le dijo el músico un dia. La noche se desliza lenta y pegajosa. El cansancio le pesa en los ojos irritados. Todo el dia en la oficina, llenando papeles y formularios que nadie leerá, y en la noche vestirse de jinete de la carretera para sobrevivir en el ambiente. Cada vez que se sienta detrás del timón del Almendrón, siente que transmuta del doctor Jekyll al asesino Edward Hyde. “Soy un cuento. Un cuento en cuatro ruedas”, se dice. La mano ámbar que se agita delante del parabrisas le saca de sus cavilaciones. Dos argollas de oro en la muñeca, y al final del brazo una mulata de exportación. “Jinetera luchando su yuca”, piensa. Se sonríe por el doble sentido de sus pensamientos. La última vez que le paró a una, quiso pagarle con una felación, pero él se negó. Al final no le cobró, pero desde entonces las evita, a no ser que vengan con un pepe extranjero. Detiene el carro justo delante de la mortal hembra, que sin decir nada abre la puerta y se le sienta al lado. “¿A donde vamos princesa?, y ella lo baña con el verde de sus ojos. “Al Tritón, si te es camino”. Arrancas despacio, porque no es cosa de gastar gasolina dándole acelerones al almendrón. “Mira tú, yo voy para ese mismo hotel a ver que se me pega”. Busca conversación, pero ella calla y sonríe. Dientes perfectos. Y ese perfume. Alicia Alonso danza en el Lago de los Cisnes Tristes. Ella cierra la ventanilla para no despeinarse. Ruedan en silencio. Alfredito la emprende con un bolero. “Voy a reunirme con un papi en el hotel”, rompe el hielo, con una nota de amargura en el paladar. “El quiere comer ahí, pero a mí no me conviene. ¿Conoces alguna paladar que esté buena?”, pregunta. Y voltea a mirarlo con sus ojos de menta. “Hasta hablando es sexy. ¿Cómo será…?”, pero él corta el autorollo y le dice que en la paladar del Chino se come bien, que es lugar discreto y agradable. “¿Y donde es?”. Aletea los ojos, con experticia de cazadora. “En el Romerillo, cerquita”. Ella asiente, con una media sonrisa. Alfredito desaparece del casete empujado por Sabina y un violín que gime hasta que el coro arranca: “Vistete de putita corazón, vuélveme loco/ Ponte aquellas braguitas de nylon/ Y luego te las quitas poco a poco”. Él, avergonzado, extiende rápido la mano para cambiar la canción, pero ella se la agarra en el aire sin que pueda tocar el botón de forward. “Déjalo”, y un chorro de tristeza sale de sus labios. Llegan al Tritón pero ella no se baja. Escuchan la canción hasta el final. Ella, el gallego y Él. Lo Bueno, lo Malo y lo Feo. “Ya, ya, ya eyaculé”, canta Joaquínl, y hurga en la herida del orgullo: “Me lo dijo una señora, disfrazada de cualquiera, que quiso que la besara, como si no la quisiera”. Las palabras tienen garfios que se aferran al corazón para un abordaje de piratas sucios. Dos lágrimas ruedan por sus mejillas de caramelo chorréandole el rimmel. El saca un pañuelo y se las seca. “Llévame de aquí”, pide ella. Arranca el carro y sale chillando gomas. Ella recuesta la cabeza a su hombro y llora. El Impala sale disparado, rumbo a la noche de una Habana que eyacula desencantos.
(del libro en preparación El Almendrón Azul)
Pablo de Jesús
Nueva York Sep/2016
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