Recuerdo que mis primeras fiestas navideñas las pasé en casa de mi amigo Marcos Enrique, quien me dio refugio recién llegado a Miami, hasta que pude encaminarme. Alguien a quien nunca podré pagarle ese gesto, ni la mano que me puso sobre el hombro en diciembre de 1996 mientras me decía que no me preocupara, “que las próximas navidades las celebramos en tu casa, con tu familia”.
Pero pasó un año -y pasaron otros tres sobre el mar de un gobierno rencoroso que decidió castigarme por tomar la decisión de cambiar el rumbo de mi vida-, y yo seguía más sólo que la una. Ya para entonces me había mudado de casa de Marcos -contra su voluntad-. y aunque él me invitó de nuevo a esperar el Año Nuevo junto a su familia, se lo agradecí y le dije que ya tenía otra invitación. En realidad había decidido no ir y quedarme sólo en el efficiency que rentaba en Kendall. Era un martes, y me había pasado el dia batallando contra la depresión, de la única forma que tenía en mis manos: vendiendo pan con lechón en una carpa en el parqueo del Navarro de la calle Flagger y la 54.
Era un negocio con el dueño de la cafetería del mall. El compraba las piernas, las asaba, y yo las convertía en unos panes con lechón tan ricos, que 20 años después, cuando regreso a Miami y pasó por ese lugar, muchos me siguen recordando no por mi nombre, sino como “El Hombre del Mejor Pan con Lechón de Miami”.
Sobre las 7 de la noche de ese 31 de diciembre de 1997 me quedaba la última de las 100 piernas de puerco que habíamos sacado ese dia, pero ya no había un alma en la calle. Cuando me disponía a cerrar, una viejecita y su hija en silla de ruedas se acercaron y preguntaron cuánto valía el pernil. “Para usted a 15 dólares. Le rebajo cinco”, le ofrecí. Las dos se miraron. Y miraron el billete de 10 dólares que la anciana apretujaba en su mano derecha. “Mamá, mejor entramos al Sedano y compramos un pedacito de carne. Total, sólo somos tú y yo”, le dijo la mujer a su madre. “Feliz Año Nuevo”, me deseó la anciana, y enfiló el sillón de ruedas rumbo al Sedanos de la esquina del mall. Me avergoncé de mi avaricia. Yo estaba sólo en este país, pero ellas estaban mas solitarias aún. Las llamé, envolví la pierna en papel de aluminio y se las regalé. Una inmensa sonrisa alegró la cara de la anciana, y yo me sentí el hombre más feliz del mundo.
De regreso al efficiency, la Clásica me volvió a atrapar en las redes de la depre, con una misma canción que entonces repetían cada una hora. “Ven a mi casa esta Navidad”, decía el argentino Luis Aguilé en la radio. “Tú que estás lejos de tus amigos, de tu tierra y de tu hogar/ y tienes pena, pena en el alma ¿por que no dejas de pensar?/ tú que esta noche no puedes dejar de recordar/quiero que sepas que aquí en mi mesa para tí tengo un lugar/ por eso y muchas cosas mas, ven a mi casa esta navidad”.
Cuatro horas antes de la medianoche sonó el teléfono y a punto estuve de dejarlo correr. Pero lo levanté -por esa época los celulares eran cosa de gente rica- y resultó ser mi amigo mexicano Alejandro González, mi compañero de mesa en la Reuters. “Acere, no estés sólo, ven a mi casa esta navidad. Acá te espero con una buena tequila, ron y tamales”, me dijo el Ale, y al rato yo espantaba los fantasmas de la soledad con caballitos de Reposado, tamales, y la pasta con camarones más sabrosa que he comido en mi vida. Mientras, en la radio los Tigres del Norte tocaban aquello de “Aunque la casa es chica las puertas las hice grande para que entre quienquera cuando llega Navidad”.
De regreso a Kendall, un poco achispado y arriesgando un DUI, cantaba a todo pulmón junto a Alvarez Guedes: “Me cago en el Año Viejo, me cago en el Año Nuevo, me cago en el arbolito y me cago en tí”, le decía a la depre, que se iba escurriendo por la ventanilla abierta de mi viejo transportation, ilusionado con futuros Fines de Año junto a los míos, como este 2017 que se acaba, y que marcará un nuevo rumbo en mi vida itinerante.
¡Bienvenido 2018! ¡Los que van a vivir te saludan!
Cualquier lugar de EEUU
Diciembre de cualquier año
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