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  • Pablo Socorro


UNA PELEA CUBANA CONTRA EL UROBORO

La vida de mi Viejo fue un loop paradójico, con boleto de ida y vuelta a la pobreza. Nació pobre, conoció la riqueza, y murió pobre, a la orilla de un río manso, rodeado de pájaros cantores y perfumado por matas de guayaba y pomarrosa. Toda su vida fue un perfecto uróboro, el símbolo del infinito que se representa con una serpiente mordiéndose la cola. El cuento de nunca acabar. Hagas lo que hagas, siempre regresas al mismo lugar si te agarra el uróboro.

Fue mi Viejo un padre como tantos. Hoy, que soy padre, comprendo cuánto sacrificó para que mis hermanos y yo pudiéramos “incorporarnos al proceso”, mientras él rumiaba en silencio sus propias frustraciones. Sólo con sus manos creó un pequeño imperio de sabores con sus helados Blancanieves. Y cuando lo perdió todo, en aquella oleada interventora que acabó con los pequeños negocios de una Cuba que nacía baldada por las traiciones del Gran Ladrón, no nos pasó su rencor ni su desánimo, sino que le puso pecho a esas balas y volvió a empezar su lucha, más viejo y más cansado, pero nunca vencido.

Mi Viejo era un optimista. De esos que nunca ven el vaso medio lleno o medio vacío, porque lo que cuenta es que el vaso tenga algo. A pulmón levantó un pequeño imperio de dos fabriquitas de helados, barquillos y sorbetos, en las que daba empleo a decenas de personas.

Hoy cierro los ojos y me veo junto a Papá empezando de nuevo el uróboro de su vida. Tras perderlo todo, inició el negocio de venta de carbón. Cortábamos mangle en la Ciénaga de Zapata y montábamos unos hornos que vigilábamos por turno entre él, mi hermano, dos primos y yo. Los callos que aún adornan mis manos son recuerdos de aquellos tiempos de jejenes y ranas toro asadas al calor del horno. El menú variaba con algún majá, jutía o cocodrilo que mi Viejo cazaba tan solo con un lazo y un saco que le tiraba por los ojos para aplacar al saurio. Con el uróboro mordiéndome el fondillo, limpié zapatos, vendí aguacates y mangos, y repartí por tres largos años la leche de medio pueblo, hasta que mi viejo le vendió el negocio a su amigo Ceferino, quien había perdido su bodega en el robo autorizado que llamaron Nacionalización.

Nació mi Viejo sobre la guardarraya de un cañaveral, un mediodía hirviente cuando mi abuela iba camino de llevarle el almuerzo al Gallego Enrique, capataz de un central azucarero. De su padre heredó mi Viejo el cuerpo macizo, la mirada dulce, las manos recias, y el mote que nos dejaría como herencia: los Galleguitos.

Nunca fue a la escuela mi Viejo. Aprendió a poner su firma calcándola una y otra vez sobre un pedazo de papel. Me tocó alfabetizarlo, junto a Delia y Dominí -padrinos de mi hermano Eduardo-, cuando aquella fiebre de “lapiz, cartilla y fusil, alfabetizar, alfabetizar”. La frase del momento. Ese fue mi debut en el obituario de consignas que ha sido Cuba por 58 años. El Viejo le entró con entusiasmo al asunto de las letras hasta que chocó con el lema de “Te lo prometió Martí, y Fidel te lo cumplió”, que abría el Manual del Alfabetizador. “Te lo prometió Martí, y Fidel te lo robó”, dijo mi Viejo y cerró su libreta. Hasta ahí llegaron las clases. Delia y Dominí, en su condición de negros que habían sufrido la discriminación y creían firmemente que la Revolución les blanquearía el futuro, trataron de convencerlo, pero el nunca tranzó.

Siguió luchando la vida como vendedor de viandas y pirulíes, torero en plazas polvorientas, boxeador contra gorilas de circos ambulantes, pintor de brocha gorda, mecánico de oído, constructor de ataúdes frágiles para muertos ligeros, soldador de sartenes y cazuelas, albañil a ojo de buen cubero, repartidor de leche, y mago permanente en el oficio de sacar conejos de la chistera de la vida en aquellos duros años de 1960.

Mi Viejo tejía anécdotas dulces como guayabas del Perú, y amargas cual café sin azúcar. Como aquella vez que por ganarse 20 pesos enfrentó al gorila Timbalú y le descalabró de tal golpe que pasaron tres dias para que el mono se bajara del techo de la jaula. O como cuando se puso a torear por la vuelta de Batabanó, con un capote hecho de saco de yute pintado de rojo, una boina y polainas negras para dar el plante a lo Palomo Linares, hasta que le ensartó una vaca cuernicorta que lo lanzó al piso en cuatro patas y le tuvo renqueando un mes de la pierna derecha. Desconocedor el Viejo que las vacas no son como los toros, que cierran los ojos cuando embisten, y por eso el torero les puede dar capotazos y fintas. Pero a la consorte del toro no hay quien le engañe con la bobería de la sábana roja, porque van de frente, con los ojos abiertos, como van muchas mujeres valientes por la vida.

El truco de las vacas lo había aprendido yo leyendo a Hemingway y su Muerte en la tarde. A la semana siguiente estaba el Viejo de nuevo en el ruedo, burlando a la misma vaca que lo había destarrado. Además del consejo, se ayudó con un truco de su invención. En el primer pase de la vaca, el Gallego le roció en los ojos un buche de ron, lo que mantuvo al animal parpadeando y lanzando cabezados a ciegas, pero mi Viejo hizo la faena y salió con rabo y oreja, y un buen trozo de carne como premios.

Mi Viejo fue un luchador infatigable, del que saqué un poco de su locura, compensado con un mucho de cordura de los genes de Mamá.

A remolque del Viejo estuve desde los 10 hasta los 13 años, luchando contra la serpiente que se mordía su cola. Tres cursos seguidos empezaba el cuarto grado y nunca lo terminaba. “Las barrigas no se llenan con letras”, decía, pero Madre le porfiaba que “un cerebro lleno de letras y números es mejor que una boniato magro en el estómago”. Al final, ella triunfó, y gracias a una profesora buena hice en un año un curso acelerado de cuarto, quinto y sexto grados para entrar en Secundaria. Mientras, la pequeña finca y los sueños de mi padre quedaron sepultados para siempre bajo el espejo líquido de la represa Aguas Claras, en otra utopía del Loco de la Montaña, que nos llenó de presas, y nos dejó sin tierra.

Confieso que me alegró salir de ese loop que parecía infinito, y de mandar a la mierda machete, caballos, vacas y gallinas para regresar a la escuela. Y juré que jamás la serpiente me iba a atrapar en su círculo vicioso como a mi padre. Un poco me sentí traidor. Mi Viejo languidecía y se iba apagando de tristezas y silencios, mientras yo empezaba a descubrir un mundo nuevo donde las palabras volaban como pájaros y también se convertían en nubes de humo que se llevaban nuestros sueños y esperanzas. Vi sus ojos brillar de alegría cuando le llevé mi título de Licenciado en Periodismo, y festejamos porque creíamos haber vencido al uróboro. La muerte le sorprendió un dia, mientras cruzaba un rio en busca de la única vaquita que había logrado rescatar del naufragio de su finca.

Muchos años después caí en cuenta que el uróboro nunca había desaparecido. Sólo estuvo ahí, agazapado, esperando para devorar mis sueños. Lo descubrí vigilándome en los dias grises del juicio a Ochoa y los hermanos De La Guardia. Fuí el único periodista presente en la Sala Universal de las FAR, a cargo de la versión que publicaba Granma cada dia, desinformando al pueblo. Algo de lo que no me siento ufano. Pero esa es otra historia que haré algún día.

Papá me enseñó que hay un tiempo para la noche a la luz de las estrellas, y un tiempo para el dia a la luz de un sol radiante. Mientras su recuerdo se me enreda en la mente, el uróboro sonríe con malicia. Pero hoy soy yo mi propio Viejo y he aprendido a cortarle la cabeza a la serpiente para romper el círculo.

Pablo de Jesús
Los Angeles, junio 17/2017

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