Paradiso cumple 50 años de su publicación y los medios de prensa oficiales de Cuba guardan un silencio como el que padeció en vida su autor. Considerada pieza clave en el llamado ‘boom latinoamericano’ de las letras, la novela de José María Andrés Fernando Lezama Lima (1910-1976) fue condenada al ostracismo apenas a los pocos años de nacida. El machismo-leninismo de una Revolución rampante le condenó al olvido tras utilizarlo como bandera en sus primeros años.
Aunque Lezama libró de caer en aquella redada que muchos llamaron “La noche de las tres pes” (prostitutas, proxenetas y pederastas) -aquella razzia que envió a campos de concentración entre 1965 y 1968 a miles de intelectuales y “desviados ideológicos- su homoxesualismo inconfeso le convirtió en muerto-vivo para el resto de su existencia.
Ahora que “Cuba es el centro de la diplomacia mundial”, como anunció alegremente en su visita a La Habana el Papa Francisco, los reprimidos y asesinados en aquellos gulags caribeños esperan escuchar una palabra de Perdón de los que les torturaron. Pero ya sabemos que primero se hundirá la isla en un mar de moringa, antes que los carcamales de verdeolivo reconozcan sus atropellos.
Pero quiero hablar de Paradiso, y mi primer encontronazo con esta obra, en plena adolescencia, y en tránsito de la secundaria a la preparatoria. Por supuesto, terminó con un fulminante nocáut a favor de Lezama Lima. No estaba yo preparado entonces para enfrentarme a las angustias de José Cemí Olaya, ni tenía antecedentes para comprenderlas. El libro me cayó encima como el “edificio verbal” con que le describió Octavio Paz, y bajo los escombros del primer Paradiso estuve hasta que ingresé en la Universidad. Otro amigo, que se movía como pez en agua en los círculos intelectuales y le decíamos Jiribilla -hoy hace honor al nombre como escritor oficialista- llevaba calzado bajo el sobaco un Paradiso de la Colección Contemporáneos. Con mucho misterio me lo prestó, bajo condicionantes de que no me vieran leyéndolo; lo terminara rápido porque lo había sacado clandestino de la biblioteca de la UH donde él trabajaba, y tuviera cuidado porque era “el libro sobre las angustias de un maricón”.
Volví a darme de galletazos con Cemí Olaya y sus avatares existenciales de niño asmático y mimado de mujeres. Y aunque me salté algunas páginas, como las del denso capítulo donde filosofea sobre el Quijote, lo terminé completo en una semana. No creo que haya asimilado mucho, porque a Lezama no se le entraba como si fuera una ensalada de lechuga. El buen gourmet que fue Lezama, exigía cubiertos de plata para degustar su obra. ¿Cómo entenderle si desconocíamos las claves? Como esos manjares que preparaba la tia Augusta de soufflé de mariscos, pavo relleno de almendras y ciruelas, una crema helada de piña y coco, nociones extraterrestres ante las ingentes cantidades de chícharo y carne rusa conque nos ablandaban el cerebro. Sibarita en grado sumo, Lezama Lima tuvo que haber sufrido con aquella libreta de racionamiento que le tuvo a dieta permanente.
En pleno Quinquenio Gris -ese periodo oscuro donde el realismo socialista se tragó a la mejor literarura cubana- solo teníanos a mano cucharas y bandejas de aluminio para enfrentar a Lezama Lima, Heberto Padilla y Reinaldo Arenas, mientras leíamos Así se forjó el acero, La Joven Guardia, Los Hombres de Panfilov, el Don Apacible y La Madre del viejo Gorki. Con el hambre pegado al espinazo, y el cerebro bailando entre el Volga y el Almendares, uno quedaba listo lo mismo para agarrar un AK-47 y salir a arrancar cabezas yankes, que batirse con una mocha en la zafra de los 10 millones.
Afortunados los que pudieron leer de cabo a rabo y entender el Paradiso desde Cuba. Esos son verdaderos faquires del alma, ascetas de gran resistencia física y mental, y los admiro.
Yo confieso que lo más cerca que estuve de Lezama en Cuba fue cuando visité su casa en el 162 de la calle Trocadero, convertida en Museo tiempo después de su muerte, y me asombró la enorme cantidad de libros de su estudio, y el aura de tristeza sucia que entraba por ese balcón donde a veces se paraba a saludar fantasmas.
Ya muerto, el Lezama Lima fue reciclado con carácter utilitario, nunca vindicativo, por una Revolución que le mantuvo encadenado de por vida a un sillón, un tabaco, un abanico, y sus recuerdos. Pese a todo, y como él mismo predijo en una carta despedida a su amigo Tomás Eloy Martínez, Lezama sobrevivió a sus dos muertes: la literaria y la física. Su Paradiso en 1966, las andanzas contranátura de Cemí Olaya, Foción y otros personajes, fue una galleta a tanto machismo que pregonaba el Mesías verdeolivo desde el púlpito.
Sólo empecé a comprender a Lezama Lima cuando corté las cadenas de mi mente y le enfrente por tercera vez hace un lustro, en una edición de Letras Hispánicas comprada en Amazon -que presté a un amigo y espero que cuando lea ésto me lo devuelva-. Cierto que cada página es como subir una escalera llena de clavos candentes, pero el haber dejado en el camino de este exilio las fobias y el dedo acusador, me permitieron comprender que Paradiso fue el Yo Acuso de un hombre que vivió hambriento de cuerpo y alma, temeroso de que en cualquier momento entrara por esa puerta de su casa en Trocadero, el fibroma de 17 libras que le habían extirpado al corazón de Rialta Olaya.
Comments
Loly Estévez
17th February 2016 at 9:25 pmMagnífico texto. Creo que has tocado varias de las claves de Lezama… y sus circunstancias. Gracias.
Pablo
22nd February 2016 at 6:51 pmTe agradezco Loly. Algún dia habrá que escribir la historia de todos los “muertos-vivos” del gulag caribeño.