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  • Pablo Socorro


TU FIFTY, FIFTY TU

Hace 20 años, mi inglés andaba solo algo más adelantado que el clásico “John is a boy and Mary is a girl”. Recién llegado a Miami no me atrevía a hablarlo, por temor a mi horrible pronunciación y escaso vocabulario. Un dia, mientras esperaba el tren en la estación de la 115 E y la 21St en Hialeah junto a un amigo de los almacenes donde trabajábamos por la izquierda,  le explicaba yo de lo difícil que me resultaba agarrar el idioma. Con la suficiencia propia de quien llevaba ya tres años viviendo en Miami, mi compañero decía que él, sin embargo, se defendía de lo más bien en la lengua de “Chakespiare”. Así lo pronunció.

El tren se demoraba tanto, que a instancias mías, el amigo se dirigió a un policía que custodiaba la estación para preguntarle por el horario.
– Hey Míster. ¿A qué time sale de trein?- inquirió mi socio.
– Night ten- le respondió el oficial, dando a entender que a las nueve y diez.
– Dice que no hay tren- aseguró mi amigo con cara compugida.
– No puede ser -le repliqué- Vuelve a preguntarle que quizás no te entendió bien.
– Hey Míster. ¿A que time the train chu-chu?- insistió mi traductor, haciendo un gesto con la mano, como de una serpiente que camina sobre los rieles, mientras señalaba su reloj de pulsera.
El policía no aguantó más, y encarándose a mi compañero replicó de mal humor:
– Night ten son of the bitch- dijo el oficial, y mi amigo me tradujo:
– Dice que no hay tren. Que está para Miami Beach.

Sin dudas, el mayor flagelo de todos los inmigrantes que llegamos tarde al tren del exilio es el idioma. Y no es porque sea tan difícil de aprender, sino porque cada región de Estados Unidos tiene su propio acento y modismos, y el inglés academico que aprendemos en nuestros países apenas nos alcanza para decir Hellow, God Bye y OK. No fue hasta que me mudé de Miami para California que en realidad comencé a aprender el nuevo idioma. Y la mejor forma de practicarlo era en las tiendas y restaurantes, porque todos quieren venderte algo, y te entenderán aunque hables como Chita, la novia sustituta del Tarzán de la Selva.

Cuando le agarré el tranco al inglés, me empezó a preocupar entonces mi acentazo cubano. Buscando hablar como un gringo, mastiqué varios tipos de chiclet, me apreté la nariz para que saliera una pronunciación bien nasal, y estuve horas y horas escuchando radio y TV en inglés. Pero aunque mis herramientas parlantes habían mejorado mucho, el acere cubano no abandonaba mi lengua. Tanto fue el dilema, que buscando perder mi habla isleña, tomé un curso de acento neutro en uno de esos talleres de español que organizaba Univisión Los Angeles. A las tres semanas dejé las clases, cuando me sorprendí diciendo “¿mande?”, “ándale”, “Pinche Guey”, “panza” y “chingado”.

Hasta que un dia me despreocupé del problema y se lo pasé a mi interlocutor. Allá él si me entendía. En definitiva, yo también tengo que hacer malabares de oreja para entender a indios, asiáticos, rusos, filipinos, armenios, y cuanta bendita etnia hay desperdigada por ésta multicultural California.

Recuerdo dos hechos de mis primeros tiempos en esta parte del país. En cierta ocasión tuve problemas con la estufa del apartamento que rentaba y fui a ver al mánager del edificio, un americano rubicundo y ex marine, para decirle lo que pasaba. El diálogo fue de antología:
– Hey Mister Charlie, I have a problem in the chicken- le dije en mi inglés más fluido.
– What?!!- gritó asombrado el hombre.
– I have a problem in the chicken- repetí yo como una máquina.
– What the Hell? Show me!- casi gritó, y lo llevé hasta el apartamento. Sí noté que al entrar, el hombre miró a todos lados y me hizo una pregunta extraña.
– Do you have a chicken here?
– Off course- le repliqué, preguntándome a que venía esa pregunta, porque él bien sabía que los apartamentos tenían estufa y refri incluidos en la renta.
– Oh my God. This focking crazy cuban- oí que se lamentaba el yanque. Sólo hasta que le mostré la estufa, con sus hornillas negadas a funcionar, fue que cayó en cuenta que el tal chicken era la tal kitchen (estufa en inglés), y tras una mirada nada apreciativa, dijo que mandaría a alguien a cambiarla.

El otro caso fue con el doctor. En un frio diciembre, agarré un tremendo catarro y fui a un especialista. Americano, por supuesto.
– Hi doctor. I got a serious constipation- le dije, mientras me soplaba los mocos con un kleenex, y de paso viera el tremendo constipado, como dicen los españoles cuando están acatarrados.
El hombre me miró con cara seria, y tras auscultarme me recetó una medicina. En la farmacia, al ver mi moquera, la empleada movió la cabeza de un lado a otro, pero me dio el medicamento. El catarro no se me quitó, pero estuve tres dias con diarrea a causa del laxante que me recetó el médico para el estreñimiento, que en inglés se dice constipation. Del tiro, aprendí que en tierras del Tio Sam no es lo mismo gripe que catarro, porque el primero es flu y el segundo es cold. Ni constipation que cagalera.

Con el tiempo, mi inglés mejoró, pero el de mi amigo cubano en Miami se quedó estancado. Un dia, que fui a visitarle me hizo este cuento:
– Chico, el descaro está sato en este país -me dice, con cara de alarma.- El otro dia fui al Seven Eleven de la esquina a buscar cigarros y la que estaba detrás del mostrador era una rubia americana que no hablaba una gota de español, pero le dije Marboro y le señalé para donde estaban las cajetillas.

Mi amigo hace los gestos como si estuviera frente a la empleada. Adopta un aire de misterio y algo de suspenso:

– Quién te dice a tí que la muchacha se agacha a buscar los cigarrillos debajo del mostrador, pero entonces se le escapó un peo -dice mi socio, abriendo mucho los ojos, y añade: – Ella, como si nada hubiera pasado, se levanta y va y pone el paquete en el mostrador y me dice asi, tan campante: Two fifty…

Otra pausa. La cara de mi amigo es un poema. Y entonces me suelta la bomba:
– Mira tú. Agarré un encabronamiento del carajo y le respondí:
– ¿Tu fifty? ¡Descarada! ¡Si la del peo Fifty tú!

Pablo De Jesús
Marzo 5/2017

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