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  • Pablo Socorro


TENGO UN CHINO DETRAS

Los Angeles, mañana brumosa, no tanto por la humedad como por el smog que envuelve a la ciudad. Una nata gris viste de espectro a la Dakota Johnson que muestra sus encantos en la valla publicitaria sobre la Sunset Boulevard. Camino a la oficina, decido parar en Fancy Liu, una cafetería china donde hacen el mejor capuchino de la ciudad. Afuera, sentados bajo los paraguas que protegen del tímido sol, tres chinos fuman como si fueran posesos antes de entrar por la Puerta del Cielo.

Pido un capuchino con una nata de crema y un toque de canela, acompañado de una rosquilla. La china detrás del mostrador me tiende ambas cosas.

– Tli, tli lolals -me dice, y me quedo en babia. La muchacha detrás de mí en la fila, otra asiática, me toca el hombro y dice bajito: – Son tres dólares.

– Ah -digo, y saco la billetera para pagar. Extiendo un billete con la cara de Lincoln, y la china me devuelve dos dólares. Tomo uno y lo coloco en el vasito de metal para las propinas.
– One lola fol yu -le digo, y salgo a la terraza a disfrutar mi capuchino.

A duras penas consigo una silla vacía. El café está fuerte, con un toque ácido, como todo el que se vende en el oeste americano.

A mi espalda, una pareja de ancianos asiáticos mantiene una animada conversación. Tal vez pelean por el café, se quejan del clima o se dicen frases de amor. Ella es enfática. El se limita a soltar de rato en rato una exclamación. El resto de la clientela también habla diferentes lenguas, y tiene los ojos rasgados.

A veces tengo la impresión de que vivo en Macao, Pekín, Tokio o Manila y no en Los Angeles. Hay carteles en chino, coreano, japonés, vietnamita, laosiano, el tagalo filipino, muchos en español, y algunos en inglés. En algunos grandes almacenes de Los Angeles, como Costco, Sam, Walmart y Targuet, se entra por la izquierda y se sale por la derecha, al igual que corre el tránsito en los países asiáticos.

Constato algo que ya no es secreto: la inmigración china está desplazando a la mexicana. La amenaza no viene del sur, ni habla español. Viene del oeste y habla en ese idioma que semeja piedritas golpeando una lata de refresco. Una invasión silenciosa, que se complementa con los miles de productos -desde juguetes hasta consoladores sexuales- que China ingresa al mercado estadounidense.

De los 307 millones de personas que vivimos en Estados Unidos, 38,5 millones son inmigrantes, lo que equivale a uno de cada ocho residentes, según indican las cifras del último censo en el país. Entre ellos, más de 3,4 millones son chinos, el grupo asiático más numeroso en suelo norteamericano.

Datos recientes de la oficina del Censo de Estados Unidos revelan que al país están llegando cada año unos 147.000 inmigrantes chinos, legales e ilegales, por 125.000 de México.

Y ahora que en octubre pasado el Partido Comunista de China anunció que “todas las parejas del país podrán tener hasta dos hijos” -una reforma que pone fin a más de 30 años de la controvertida política del hijo único-, las cosas se pondrán color de hormiga para los encargados de vigilar las fronteras.

Hace unos meses, en una residencia cercana a la mía, la policía encontró a 60 mujeres chinas, todas en avanzado estado de gestación.

La noticia salió en todos los diarios y televisoras de California. La vivienda formaba parte de una red de agencias y hoteles dedicados al llamado “turismo de maternidad”, un negocio basado en traer a Estados Unidos a madres embarazadas, no para darle una mejor atención médica, sino para garantizar la producción en serie de “niños anclas”, ciudadanos estadounidenses que asegurarán el futuro de la familia.

Las autoridades migratorias estimaron que You Win USA, la agencia inspeccionada en la redada y con sede en Irvine (sur de California), facturó hasta dos millones de dólares en 2013 al ayudar a 400 madres de origen chino a dar a luz en Estados Unidos.

Según la legislación, el turismo de maternidad no es ilegal, por lo que el trabajo de las autoridades se limita a perseguir posibles fraudes fiscales y migratorios cometidos por las agencias y los usuarios.

Estos negocios cobran entre 15.000 y 80.000 dólares a las madres por el paquete completo, que incluye cómo disimular el embarazo para burlar los controles de los aeropuertos, gestionar el certificado de nacimiento del “niño ancla”, su pasaporte estadounidense y el número de seguridad social antes de regresar a su país.

En fecha reciente, varios políticos en Washington propusieron modificar la decimocuarta enmienda a la Constitución, que establece la nacionalidad automática a todo aquél nacido en suelo estadounidense, no pensando precisamente en las madres mexicanas o centroamericanas, sino en las chinas, indués y africanas que “se están aprovechando de las reglas de juego”, como dijo el senador republicano por Luisiana David Vitter.

Los inmigrantes chinos, que se concentran principalmente en las ciudades costeras, tienen una destacada presencia económica, cultural, social e incluso política, en sus comunidades. Los ejemplos son Ed Lee, primer chino-americano en ser elegido alcalde de una gran ciudad, y Heather Fong, primera mujer de descendencia china en llegar a ser Jefa de un Departamento de Policía. Ambos en San Francisco.

La más grande comunidad china fuera del Asia está en San Francisco. El Barrio Chino de San Francisco es mayor que las comunidades chinas de Vancouver y Toronto juntas.

Según un estudio del Instituto de Políticas de Migración (MPI), actualmente los chinos, en comparación con otros grupos de inmigrantes en Estados Unidos, tienen la mejor educación y presentan muchas menos probabilidades de vivir en la pobreza que la población total de inmigrantes del país.

Termino mi capuchino. Los asiáticos a mi espalda han dejado de discutir, o de hacerse arrumacos. Le están dando una compota Gerber a su nietecito de ojos rasgados, que usa pampers Huggies y rie de contento en su cochecito Bugaboo, con el futuro garantizado como ciudadano estadounidense.

Pablo de Jesús
Nov/2015

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