Hace poco, mi hija y su prometido nos dieron una linda sorpresa. Mi esposa y yo fuimos a visitarla a la Universidad donde estudia, en una breve estancia de apenas cuatro días, y desde que llegamos ella quiso saber si habíamos cargado en la maleta “formal dress”. Por haber llegado tan chica a este país, domina más la lengua de Shakespeare que la de Cervantes. Suele mezclar frases y palabras en inglés en nuestras conversaciones en español. Nos intrigó aquello de “ropa formal”. Que una hija soltera te pregunte si por casualidad pusiste un traje en la maleta te hace pensar muchas cosas. Como era una visita tan corta, y conociendo el clima de esa ciudad, cargamos con “casual dress”: Muchos pantalones cortos, un jean y ropa fresca. Al final, tuvimos que ir a una tienda y hacer los deberes para estar correctamente vestidos el Dia D.
Nos invitaron primero a un “fancy restaurant”, donde todo el mundo, menos el capitán del lugar, vestía de forma casual. Abundaban las chicas y las viejas con pantalones cortos, y algún que otro encorbatado sin chaqueta. Después nos dirigimos al “Xclusive Bar and Lounge” en el piso 38 de un rascacielos, con los precios a la altura del lugar, y vistas increíbles. Un Martini seco, con dos aceitunas parapléjicas, $21.99. Cuando pensábamos que esa era la sorpresa, llamaron un taxi y nos dirigimos a La Opera. Habían sacado cuatro asientos de platea -carísimos- para ver a Rigoletto, con Plácido Domingo como director. Un derroche de lujo, espejos y dorados oropeles ese Teatro de la Ópera de Los Ángeles. Había gente bien vestida, y mamarrachos vestidos de gente. Con mi “casual dress” podía haber dado el pego. Un tipo delante de mí, en la fila para comprar unas bebidas en el intermedio del primer acto, llevaba al menos una semana sin ducharse. El pelo, recogido en un moño grasiento, era pasto de los piojos como cualquier escolar sencillo de Cuba. Una chica tenía esos pantalones que se usan ahora, rotos por la rodilla, un chaquetón verdeolivo y una boina negra con un osito. Si quería parecerse al Ché, están bien chea. Había viejas cargadas de perlas y perlas sublimes con vestidos de noche y tacones sexy.
Pese al paisaje, fue una linda obra. Y triste, si conocen la historia de la famosa ópera de Giuseppe Verdi. Se trata de un dramón sazonado con grandes cuotas de engaño, poder, amor, maltratos y venganza, que tiene como protagonista a Rigoletto, el bufón jorobado de la corte del Duque de Mantua, en la Italia del Renacimiento, no en el Mantua pinareño del desmerengamiento revolucionario. Verdi, presionado por la censura, tuvo que cambiar lugares y nombres de sus personajes para no ofender a los señores aristócratas de mediados del siglo XIX. Lo cual nos enseña que no importa la época ni la sociedad, los censores del alma siempre te dejan jugar con la cadena y no con el mono.
En esencia, el argumento trata del bufón Rigoletto sirviendo de pala a los apetitos sexuales de su amo, el Duque de Mantua, hasta que éste descubre que su payaso tiene una bella hija, y también la seduce. Con el agravante de que a la seducida le gustó la cosa y va y se prenda del acosador, quien se libra así del “sexual harrasment”. Vengativo, el Rigo contrata al asesino Sparafucile (¡impresionante Morris Robinson en el papel!) para que le corte el cuello al mantuano, pero la hermana del sicario le echa el ojo al señoritongo y logra que en su lugar sea asesinado “el primer hombre que entre por esa puerta”, según le promete su maloso hermano. Mientras Sparafucile espera al primer incauto para darle un navajazo, se escuchan los retozos de su hermana con el Duque, y aunque no se ve, se deduce que hay buena movida porque el de Mantua la emprende entusiasmado con La donna è mobile y ahí está dándole a la noria hasta que se le va un gallito. Aunque está al final del tercer acto, La donna è mobile es una de las más interpretadas arias operísticas del mundo. Verdi compuso la pieza a última hora para satisfacer las exigencias de un tenor muy en boga, y quien se consideraba minimizado por el actor que interpretaba a Rigoletto. El caso es que Gilda, la hija del bufón, conocedora de la componenda para matar a su amado, se viste de hombre y va y pone el muertito necesario al drama. Al final, el pobre Rigo se ve arrastrando el saco donde Scarafucile había metido al “difunto”, y la obra termina en medio de un mar de lágrimas, con un gran desempeño del tenor español Juan Jesús Rodríguez como Rigoletto, y aceptable del mexicano Arturo Chacón-Cruz, pese al medio gallo que se le fue mientras retozaba con la Donna. ¡Vaya usted a saber que le apretó la mujer! Los aplausos llovieron, como era de esperar ante un espectáculo tan caro, mientras el de la cola piojosa daba unos grititos exultantes y la chica de la boina gritaba ¡hurras! como cosaca ebria. Yo, mientras, pensaba que eso le pasa a los Rigolettos de este mundo por plegarse a un tirano.
Más o menos lo que tenemos ahora con esos Agentes de Zona, que le han vendido el alma al diablo verde, ofuscados entre hojarascas de dólares que les sepulta la conciencia (si la tuvieran). No digo que se la vendieron al diablo rojo, porque ellos no pueden vender lo que no les pertenece.
Pablo De Jesús
Junio 30/2018
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