Soy un coleccionista de metidas de pata y situaciones embarazosas. Las anécdotas ridículas se acumulan en mi historia como esas penas que se agolpan unas a otras, que si bien no me han matado, dejaron cicatrices imborrables en la parte sensible de mi ego. Hace años, en una feria en Alabama, la mujer del Tarot me dijo que si quería una larga y exitosa vida aprendiera a vivir con mis errores. Traducido a lo cubano, aquella mujer me enseñó que la vida es muy corta para coger tanta lucha. Desde entonces, miro desconfiado a esa gente que se cree el ombligo del mundo, sin un ápice de humor en sus venas. Terreno fértil para dictadores, populistas y sádicos.
Conservo frescos los recuerdos de muchas de estas meteduras del delicado. Como aquella vez que decidí estrenar camisa nueva en un viaje a La Habana. Mi linda madre necesitó tres noches de cola y cinco frente a la máquina de coser para hacerme con una tela de cortinas una camisa de manga larga, de un algodón a rayas azules, doradas y verdes. Estábamos en plena crísis de los 70 en Cuba -nunca falta una crísis en Cuba, el gobierno siempre tiene una a mano- y mi ropero vivía en periodo especial desde que pasé de la niñez a los asuntos. Era una camisa propia de charangueros, pero era eso o nada. Tener cara de concreto para enfrentarse a los jodedores del parque, o quedarme en casa metiendo Nocturnos a mansalva, llorando de Hipocresía con los Pasteles Verdes y echándole la culpa al bloqueo de mi falta de indumentaria. La camisa me dio cierta personalidad en el pueblo. Más de una chica se fijó en mí, pero por alguna razón la media naranja nunca apareció, mientras mis amigos ya andaban por la fase del jugo concentrado.
La camisa llegó a convertirse en una segunda piel. Hasta el dia que, junto a otros socios, decidí dar un salto a la Rampa para llenar nuestros pulmones pueblerinos de aire citadino y sabores de Coppelia. Salir del pueblo era casi una hazaña. La única ruta de ómnibus pasaba cuando quería, y podía. Por tal motivo, no era nada extraño que la gente confundiera los autobuses con el Moncada y los asaltara por sus dos puertas, y hasta por las ventanillas. Ese dia, la guagua iba tan llena que arrancó con una bola de gente colgando de las puertas. Yo era el último de los colgados. El candado, como le decían al que en cierta forma evitaba que esa masa se desparramara por la calle, aferrándome con los brazos abiertos a las manillas de ambos lados para no caerme. La puerta se abría y cerraba como un acordeón fallido, y yo en el medio, recibiendo topetazos e impidiendo se cerrara. El chofer, un negro enorme y de tremendo vozarrón, frenó, y levantándose de su asiento gritó a todo pulmón: “¡El de la camisa de forro e colchón, que se baje pa cerrar la puerta!”. Hubo un silencio ominoso. Denso. Decenas de cabezas se asomaron por las ventanillas, y una explosión de risas estremeció la calle.
Humillado, abandoné la guagua, me cagué en la madre del guaguero, y regresé a mi casa. Pero tuve que seguir paseando mi camisita de payaso por el pueblo, hasta que la vieja se empató con otro corte de tela. Uno blanco, para manteles de mesa, y me hizo una nueva prenda. Cada vez que la usaba, tenía la impresión de que en cualquier momento podían colocarme sobre el lomo un servicio completo de platos y cubiertos. Y cosas de la vida. Cuando se pusieron de moda las Manhattan, recogí mi vieja camisa de rayitas ¡y como ligué jevitas en esa Rampa caballeros! Desde entonces aprendí que cuando la vida te da limones, ¡véndelos! No te pongas de comemierda a hacer limonada, porque puedes mojar la cama.
Como periodista, también he tenido mis ‘bloopers’. A veces lo disfrazamos con eso que llaman “gajes del oficio”, y sólo hablamos de ellos cuando ya estamos de vuelta de todo. Como aquella vez que le derramé en el escote a Alicia Alonso un vaso entero de mojito, cuando tuve la mala suerte de tropezar en el momento que iba a saludarla. Ya nos conocíamos de entrevistas previas, pero la confianza no llegaba a tanto como eso de querer meter la mano en su escote para quitarle la hojita de yerba buena que se quedó estampada entre sus tetas de momia. Aquello parecía el Pax de Deux del Lago de los Cisnes. Ella reculando para evitar mis manos casquivanas, y yo dando saltitos a su alrededor, tratando de limpiarla con un pañuelo. Esa imagen de la hojita verde de yerba buena sobre el pecho blanco de la “prima ballerina”, hoy tiene un tono sepia de recuerdos viejos, pero todavía no se borra.
De todas las “cagadas”, la que más recuerdo -porque estuvo a punto de ser mi debut y despedida en el oficio- fue cuando entrevisté al pintor cubano René Portocarrero.
Era mi primera cobertura de un evento cultural. Andaba en primer año de la carrera, y fui enviado por la revista universitaria Alma Máter a entrevistar al ícono de la pintura cubana del siglo XX. Por ese entonces, me sabía de memoria los promedios de bateo de todo el equipo Industriales en el campeonato de 1973, pero de asuntos pictóricos, mi educación andaba al nivel de las caricaturas de Pa`lante y Melaíto.
Armado de una vieja grabadora de cinta, unida a un pequeño micrófono por un delgado cable, me acerqué a Portocarrero, que como una gran morsa satisfecha estaba apoltronado en un sillón del salón de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba). Parado frente al gran pintor, la mano izquierda sobre el botón Record de la grabadora que tenía colgada al hombro, en la derecha una copa de vino tinto, y el micrófono encajado entre los dedos, como un cigarillo eléctrico, le hice la primera pregunta. Y la única.
-Maestro, su pintura tiene notables referencias afrocubanas y sus gallos son sensacionales. ¿A qué se debe ésto?-, le interpelé, y en un gesto que consideré elegante, como el de Bogart encendiendo el cigarillo de Ingrid Bergman en Casa Blanca, le acerqué el micrófono a la boca. Sólo que olvidé la copa, y el tinto se derramó entero sobre la impoluta guayabera blanca de la Gran Morsa, formando una mancha semejante a la de su famosa Flora.
El pintor me miró, y a punto del infarto, me dijo con voz ronca de furor intelectual:
-Comemierda, el de los gallos es Mariano. Me has jodido la guayabera-, y se levantó con una agilidad insospechada para un sedentario del pincel.
Tiempo después, aprendí que Mariano Rodríguez era el señor que pintaba gallos al por mayor, en competencia con un Portocarrero que multiplicaba la misma Flora en infinitas variantes, mientras Amelia Peláez fue una señora que sacaba Vitrales cual panecillos de un horno.
Hoy puedo hacer este recuento de papelazos sin complejos ni remordimientos. Aquella camisa de forro de colchón curó de espanto mi autoestima.
Pablo de Jesús
Los Angeles, enero 8/2017
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