En mi última visita a Nueva York tuve un episodio paranormal. Me ha tomado dias digerir el hecho, pero no por incrédulo, sino porque a la gente como yo no le ocurren esas cosas. Los tipos como yo andamos tan despistados por la vida que si nos topamos con una entidad del más allá, lo más probable le demos un dólar de limosna creyendo que es un “homeless”, un infeliz sin techo. Aunque tampoco es extraño cruzarse con un fantasma en Nueva York. Hay mucha historia negra en los cimientos de edificios icónicos como el Empire Estate, el Chrysler o el Puente de Brooklyn, reconocidos cementerios particulares de Lucky Luciano, Salvatore Maranzano, John Gotti, y un largo etcétera de gángsteres.
Como todos los años, me hospedé en el mismo hotel de siempre. Me gusta ese lugar, por céntrico y tranquilo. Sin el bullicio de los tres estrellas ni el estiramiento de los superlujosos resorts. Como la mayoría de los hoteles en Estados Unidos, éste tampoco tiene piso 13. Los elevadores van directamente del 12 al 14. Ni tampoco habitaciones con el número 1313. A mí, que soy un tipo con suerte para ganarme el gordo, me dieron esta vez la habitación 1414, del piso 14 de ese hotel de Nueva York donde siempre suelo quedarme. O sea, room 1313 del floor 13. Buen número para jugar la loto.
A lo largo de la historia se ha asociado al 13 con la mala suerte. Hay hasta una enfermedad llamada Triscadetafobia: fobia al numero 13. Pero yo no creo en esas cosas, porque también hay a quien ese número le da suerte. Como a los uruguayos. Las únicas dos veces que los charrúas ganaron el campeonato del mundo de fútbol (1930 y 1950) fue cuando participaron 13 países.
Por eso no le hice mucho coco a eso de la habitación 14 del piso 1414 (ó 13 del 1313). Estaba en ese hotel que tanto me gusta del bajo Manhattan. Un hotel viejo, pero bien cuidado. El latón dorado del elevador y los pasamanos de la escalera relucen de pulidos. Los pisos de mármol gris del lobby brillan impolutos y la lámpara de cristales opacos que cuelga del techo despide rayos multicolores a la luz del dia. Afuera, dos porteros viejos, con sombreros de copa y vestidos de fracs, dan la bienvenida a los huéspedes y cargan sus maletas a la espera de una propina. En la recepción, dos jóvenes llenas de entusiasmo y grada, copias fieles de las Gorditas de Botero, te colman de sonrisas.
Pero como un hombre lobo que se transforma en las noche de luna llena, el hotelito cambia de aire pasada la medianoche. La gran lámpara del lobby apenas sobrevive entre dos bombillas mortecinas, haciendo que grotescas sombras bailen en las paredes. Los elevadores chirrean de dolor y suelen parar en pisos donde no nadie los ha llamado. En los pasillos, una luz tenue ilumina el camino hasta las habitaciones, y el aire que se cuela por el hueco de las escaleras, ulula como la sirena de un barco fantasma.
Pasadas las 12 de la noche, las Gorditas dan paso a un recepcionista que puede ser el hermano gemelo del Conde Drácula, acompañado de un viejo flaco y alto que es el perfecto clon de Frankestein. A la una de la madrugada, invariablemente, el viejo recorre los pasillos del hotel sonando las llaves a su paso, advertencia a los huéspedes de que es hora de pasar el pestillo y rezar sus oraciones.
Un sábado, pasada la medianoche neoyorquina, después de terminar una larga jornada del US Open, escribía la usual crónica para mi entrega del domingo en Facebook, cuando siento a mis espaldas que alguien me llama: “Psst, psst, psst”, y la lámpara de mesa comienza a parpadear con furia. Me giré en la silla, que crujió como suelen crujir las sillas viejas en las casas encantadas. A mi espalda, sólo vi la cama, dos mesitas de noche, y la lámpara moribunda. En el pasillo, frente a mi puerta, escuché el tintineo metálico de las llaves de Frankestein. Me levanté de un brinco, fui hasta la puerta y observé por la mirilla, pero el hombre se alejaba con su paso cansino, rumbo a los elevadores. La lámpara había dejado de parpadear. La habitación estaba en silencio.
“Imaginaciones. Estoy cansado”, me dije. Pero por si acaso, pasé el pestillo de la puerta. Al poco rato, terminé la nota. Tenía hambre. Me comí dos manzanas verdes y las bajé con una cerveza. Fui al baño, me lavé los dientes, apagué el aire acondicionado y abrí un poco la gran ventana de cristal, no sin antes echar un vistazo a la calle. Desde el piso 14 (ó 13), la 57 Street se preparaba para una noche pegajosa. Saqué la nariz. Olía a lluvia. Apagué todas las luces, salvo la de la mesilla izquierda, y me metí en la cama. Tengo por costumbre leer un poco antes de acostarme. Mi libro de cabecera en esos dias era “El Hombre de Hielo”, la historia de Richard Kuklinski, el mayor asesino en serie de Estados Unidos. Poco edificante, pero era eso o los noticieros de cierre de la tele. Cual de los dos más sangrientos.
En algún momento me quedé dormido. Y en algún momento, Kuklinski empezó a perseguirme con un largo cuchillo de cocina, mientras yo corría aterrado por el centro de un puente de Brooklyn vacío, en medio de una noche oscura. Corría y corría, pero resbalaba en un líquido espeso, supongo que sangre, mientras a mi espalda, el asesino gritaba y apagaba y encendía una linterna. De pronto, lo veo frente a mí. Apaga y enciende la maldita linterna ante mis ojos, y se me tira encima, con el cuchillo en ristre….
Desperté de un brinco, con el corazón desbocado, la garganta seca. La habitación estaba envuelta en una bruma gris y fría, y un olor a podrido y viejo, raptaba por las paredes. La lámpara parpadeaba de nuevo. Brincaba, atacada por una inexplicable epilepsia. Entonces, volví a escuchar el llamado. Ahora era como un “chrisp, chrisp, chrisp”, como si alguien estuviera sacudiendo un saco de huesos, o arañando la pared. Un sonido conocido, y a la vez extraño.
Más confuso que asustado, miré el despertador en la mesilla de noche. 3:33 de la madrugada. La hora de las brujas. Y sentía que no estaba sólo. Había una presencia en la room 13, intangible y ubicua. En algún rincón, algo me acechaba.
Mi padre siempre decía que le tuviera más miedo a los vivos que a los muertos, porque los vivos te pueden descalabrar con un tortazo o hacerte una putada a tus espaldas, mientras los muertos te van a dejar en paz a no ser que te pongas a tontear con una güija para saber si los Yankees volverán a ganar otra Serie Mundial.
Tirado en la cama, con el corazón desbocado, busqué explicaciones al supuesto fenómeno paranormal.
“La bruma y el frio se colaron porque dejé abierta la ventana”, imaginé, y supuse también que el arañar de paredes y el tembleque de la lámpara podrían ser provocados por mis vecinos del 1412, una pareja de recien casados, que todas las noches se aplicaban con entusiasmo al sagrado deber de procrear.
Pero enseguida recordé que el matrimonio se había marchado en la mañana. Los había visto haciendo el check out con una de las Gorditas boterianas, y la habitación, que yo supiera, estaba vacía.
Fui al baño. Oriné largo y reflexivamente la cerveza y las manzanas. Nada mejor para atemperar los nervios que una buena meada. Ordené mis pensamientos y tracé un plan, pero no encendí la luz del baño. Regresé al cuarto. La lámpara estaba definitivamente muerta, pero la bruma y el frio seguían ahí, ahora con ese olor fétido que despiden los difuntos. Fui a cerrar la ventana. El clima había cambiado y el cielo amenazaba tormenta. Nueva York estaba rodeado de una neblina espesa. Abajo en la calle, un carro de la basura hacía su ronda.
“Eso explica la bruma, el frio y la peste a muerto”, dije cerrando el ventanal. También revisé el cable de la lámpara por si estaba pelado y su chisporretear causaba los ataques epilépticos, y aquel cloqueo de huesos viejos
que ya me tenía exasperado, y preocupado.
El cable estaba intacto. Sólo un poco aflojado el enchufe en la toma. “Se acabó el apaga y enciende de la dichosa lámparita”, me consolé. Un poco más tranquilo, me volví a tirar en la cama, apagué la luz y me quedé a oscuras. Con el Blackberry en la mano, para meterle un flashazo al primer poltergeist que se me cruzara por delante. Si no íbamos a dormir, al menos nos entretendríamos haciéndonos selfies.
No llevaba ni 20 minutos a oscuras, cuando volví a sentir el “crisp, crisp, crisp”. Apreté el cel en la mano derecha. Carraspeé. De nuevo, se escuchó el raspar. Salía de abajo de la cama. Por el costado donde estaba la lámpara agonizante.
Hay más de una historia de cadáveres debajo de las camas de los hoteles. Hubo un tipo en Las Vegas, que buscando una moneda de 25 centavos, encontró un fiambre debajo de su lecho. Y tuvo hotel gratis de por vida. Pensando en eso, inspiré profundo.
Ahí estaba yo, encima de la cama, congelado como un muerto, y la cosa debajo, pataleando y arañando como un ente lleno de maldad. Lo que sea que fuere, un fantasma, un poltergeist o Harry Potter, ya me estaba llenando la cachimba.
“Está justo debajo de mi cabeza. Sólo tengo que girar, agacharme y tirar el flachazo. Y después se irá”, me daba ánimos. Leí en algún lugar que los flashes de las cámaras espantaban a los espíritus.
Pero una cosa es pensar un movimiento de ataque y otra ponerlo en práctica. La mente se aferra a ideas que están negadas al cuerpo de un sedentario por vocación. Giré rápido, pero calculé mal los vectores de fuerza, masa y aceleración, la famosa Ley de Newton, y fui a parar al suelo, no como un valiente cazafantasma, sino como un vulgar saco de papas.
Quedé encajado entre la cama y la pared. De espaldas a la entidad nocturna que acechaba en la oscuridad polvorienta debajo de la cama de un hotel. Pese a la caída, no solté el celular. Sientiendo que me miraban, giré lentamente y entonces lo ví. Nuestras miradas se cruzaron. La mía aterrada. La del fría y vacía.
Sus ojillos pequeños soltaban destellos rojizos y malignos bajo la luz blanca de mi Blackberry. Era una mirada de un ser salido de los infiernos. Me enseñó sus dientes afilados. Dos colmillos largos inferiores, y dos cortos sobresaliendo del labio superior. Sus manos, terminadas en garras filosas, prestas a atacar. Yo estaba petrificado (más bien cagado).
Le había interrumpido en pleno festín. Alguien bahía dejado debajo de la cama una bolsa de Potato Chips, y ese era el sonido crispante que escuché toda la noche.
La rata, negra, lustrosa y bien comida, intentó atacarme, pero en un acto reflejo le lancé el celular. Créanme, que esos Blackberry Bold son pesados. Justo le di en la punta de la nariz, donde son más vulnerables. El roedor dio un respingo, estiró las patas traseras y quedó tieso. Difunto. El Fantasma de la 1313 del piso 13 ahora era cadáver.
Tomé una bolsa plástica de DuaneReade y me la puse en la mano como un guante. Agarré el ratón y el paquete de Potato Chips y lo eché todo en otra bolsa. Recuperé mi cel, partido en dos pedazos. Bajé al lobby, donde encontré a Vrad Drácula leyendo una novelita de Corin Tellado, y a Frankestein texteando en su iPhono 6. Dejé la bolsa con el roedor y las papitas encima del mostrador, y sin decir nada, salí a la calle, al Starbuck de la 57 y 3ª a tomarme un café. Había perdido el sueño.
Camino a la cafetería, dos o tres ratas más salieron disparadas de las bolsas de basuras que los neoyorquinos suelen dejar por las noches frente a sus casas y negocios. Nueva York nunca duerme.
Lo mejor de mi encuentro cercano con la entidad del 1313: que la compañía me cambió por fin el viejo Blackberry por un nuevo iPhono 6. Ahora he bajado una aplicación, que es un jueguito donde tienes que matar a un puto ratoncito.
Pablo de Jesús
Nueva York, Sep/2015
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