¡No hay forma de que los americanos digan mi apellido correctamente! Siempre lo trastocan en Sorroco, Sorrico, Siroco y hasta una vez me dijeron Cotorro. Lo más que se acercan es cuando dicen “Scorro”, reforzando el sonido en la S, como en Staples, y no “Esteiple”, como dicen algunos cubanos de este exilio. Con este “last name” creo que escogí el país equivocado para vivir. Mejor me hubiera ido a México, donde los Socorros abundan tanto como los nopales, o a España, cuna del apellido.
Hace muchos años, un alcalde de una de las siete islas del archipiélago de Canarias, de visita en Cuba, me dijo que el apellido de mis ancestros provenía de una de esas ínsulas poco pobladas, cuyos habitantes acostumbraban a socorrer a los barcos que encallaban en los arrecifes.
Motivado por conocer más de mis raices españoles, me puse a “gugulear” en internet la prosapia de mis antepasados para descubrir que tenían blasón y cierto pedigrí. Minutos después, varios sitios web ya me estaban vendiendo el escudo de armas y un certificado de autenticidad que ubicaba a los Socorro entre los grandes de España. Pero supe que el escudo de armas y el apellido Socorro aparecen recogidos por el “Cronista y Decano Rey de Armas, Don Vicente de Cadenas y Vicent”. Estuve a punto de comprarlo, pero los 99 euros que me pedían eran demasiado para mi tacañería isleña. Después pensé que con blasón o sin él, nunca dejaré de ser el guajiro de Bejucal, amante de las charangas y cuanta esteatopigia amelcochada le pase por delante. El hábito no hace el monje, y esa es una verdad como un puño.
Eso me recuerda que Pancholo, un socio de mi barrio en Playa, también se ufanaba de tener un escudo de armas de su familia española: “los Estupiñanez de Galizia”, decía Pancholo, reforzando las zetas para hacerse el español, aunque es más negro que teléfono antiguo. “Una cruj roja sobre campo de gandules”, se ufanaba el neogallego de su blasón español. Por mucho que le explicara que no eran gandules, sino gules, el hombre se ufanaba a la espera del escudo de armasl que le traería su hija desde España. Hablando en buen cubano, Niurka había hecho el pan con un españolito y desde hacía tres años residía en Barcelona. Cuando la niña de Pancholo desembarcó por el aeropuerto José Martí de La Habana, repleta de regalos y convertida en una mulatona de vestir, mi amigo nos mostró orgulloso el blasón que daba cuenta del linaje de su familia: Un pelotita triste en el medio, la cruz roja a la izquierda y a la derecha franjas amarillas y rojas en perpendicular: enseguida reconocí el escudo del Fútbol Club de Barcelona. Sólo le faltaba la foto de Messi. No le revelé la verdad, porque cada cual tiene derecho a vivir su pedacito de ilusión. Las ilusiones son el soporte de nuestros sueños, pero muchos olvidan que, además de alas, necesitan de tren de aterrizaje.
Eso fue exactamente lo que pasó con mi ilusión de ser médico. ¿Se imaginan a a la enfermera clamando por los altavoces al “doctor Socorro que se presente en Emergencias”? Cuando tenía 13 años fui con Ovidito ‘Tiñosa’ a la playa de Baracoa y nos tiramos desde un muelle; el por la derecha, yo por la izquierda, y me escondí detrás de uno de los gruesos pilotes. Al no verme, Ovidito empezó a llamarme por mi apellido ¡Socorro! ¡Socorro!, y dos salvavidas se tiraron a rescatarlo. Casi lo ahogan de verdad cuando dijo: “Chico, es que estoy buscando a un amigo mío que se llama Socorro”. También tuve cierto trauma cuando empecé a jugar para el equipo de baloncesto de la Universidad de La Habana. No quería ni imaginarme a esas gradas coreando mi apellido cuando encestara una canasta. Por eso, en el primer año, competí en un deporte tan silencioso como el ajedrez, donde no había barras que corearan nada. Solo cuando los jodedores de Periodismo me bautizaron con el remoquete de Yeyo -por el nombre del director de los Tambores de Bejucal- me sentí a salvo e ingresé en el equipo de básquet de la UH. La preocupación fue por gusto, pues enseguida, y debido a mi egoísmo con el balón, el graderío empezó a gritarme ¡guyen sun! ¡guyen sun!. Nguyen Tsun era el nombre de un famoso guerrillero vietnamita de unas aventuras que pasaban por la radio. Y guerrillero le dicen en el baloncesto a aquel que abusa del juego individual.
Debido a esos malentendidos, por un tiempo estuve tentado en emigrar hacia Alemania. No es lo mismo llamarse Pablo Socorro pelado, que Paulus Von Sorroco. El agregado “von” indica que la persona es miembro de la nobleza, como sucede en algunos casos en francés, español y portugués con la preposición “de”. Solo cambié de opinión cuando supe que el De Jesús que me endilgó mi vieja como segundo nombre, tenía cierto distingo nobiliario. Y me salvé en tablita, porque mi abuela, La Isleña de Canarias, estaba empeñada en colgarme todos los nombres que saqué en el santoral: Emeterio Zacarias Saturtino y Guajardo. Entonces si me hubiera suicidado.
Pablo De Jesús
Oakland, Mayo 21/2017
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