Cuando me di cuenta que llevaba demasiados dias velando un muerto que no era mío, apague las velas, regalé las últimas coronas que quedaban en mi alforja de resabios, y dije que no más cenizas, soplidos, cementerios, urnas y piedras en el camino. Borraría de mi vocabulario por un tiempo esas palabras. Las cremaría en el horno del olvido. Apagué la compu, le puse el collar a Fenris y nos fuímos a pasear por las montañas boscosas que rodean el valle donde vivimos. Hacía tanto que no entraba en contacto con la naturaleza, que mi perro me miró con cara de asustado cuando le quité la cadena al llegar al bosque y le dije en español: “socio, se acabó el luto. Corre y mea todos los árboles que quieras”. La ventaja de tener un can bilingue es que me entendió perfectamente y fue a soltar su primer chorrito de orine encima de las cenizas de lo que fue una fogata de campista.
Al caminar por el bosque, mientras escuchaba el piar de los pajarillos, el murmullo de los arroyos, y llenaba de aire puro mis órganos vitales, supe que había pasado demasiado tiempo escribiendo boberías de una naturaleza muerta. El cerebro oxigenado combustiona mejor y uno puede percibir esas pequeñas cosas de que hablaba el poeta Machado, que se nos escapan cuando abrazamos la rutina o hacemos del rencor la lanza de nuestro quijotismo. Fenris, ajeno a mis cavilaciones, corría alegre y libre por el sendero, persiguiendo conejos huidizos, peleando a gruñidos con las mariposas y bautizando en la fe de su religión perruna cada árbol del camino.
Y mientras mi perro hacía sus cosas de perro, yo me entretenía soplando las flores de la planta diente de león, con tan mala suerte que las pelusas me cayeron en la cara y dale a soltar estornudos tan amplificados, que pájaros y ardillas salieron espantados. Fenris se acercó a investigar, y los dos estornudamos entonces de contentos. Soy tan bruto, que en vez de soplar a favor del viento, rumbo sur, soplé hacia el norte, por lo que estuve pagando largo rato las consecuencias de mi torpeza. “¡Solavaya!”, exclamé, cuando soplé el último estornudo. Pensando que la interjección era un regaño, Fenris se sentó sobre sus cuartos traseros y miró receloso mi nariz enrojecida. Para calmarlo, le pasé la mano por la cabeza y recompense su educación con un snack de pollo ahumado para perros. Se veía tan jugoso, con un color tan apetecible, que no pude resistir y le di una pequeña mordida, lo cual no alegró mucho a Fenris, quien lanzó un gemido, como de luto extendido, y espantó a unas ardillas con aires de ladronas.
Seguimos el sendero y llegamos a un arroyo. Hice malabares sobre las rocas resbalosas para cruzar al otro lado, y cuando estaba a punto de lograrlo, una piedra traicionera me puso un traspiés y caí de nalgas en el agua fría y cristalina. Nada para refrescar las ideas como mojarse el fondillo. Fenris, que había cruzado antes, regresó en mi ayuda y dando muestras de su raza se metió en el agua para tocar mi mano con su hocico húmedo, diciendo que estaba ahí para salvarme de morir ahogado. Me levanté humillado, chorreando agua por todos los costados. Miré entre los árboles para ver si alguien había visto tamaño papelazo, pero ante la ausencia de público recuperé mi dignidad, y seguí por el camino otro par de millas, hasta que llegamos a una bifurcación.
Dos urnas de cristal, encerradas en sendos nichos de concreto, marcan lo que encontraremos en cada senda. Dentro del receptáculo derecho, una mariposa Monarca disecada señala la ruta donde abundan los lepidópteros que emigran desde México. En la urna de la izquierda, un escarabajo indica el santuario de coleópteros diversos. El aire puro, y el baño inopinado, me pusieron en la onda filosófica: Hay gente que vuela y llena de colores los caminos, y otras que se arrastran como plagas peligrosas, pensé. Pero todos tenemos un lugar en este mundo. Sin los malos, la vida sería aburridísima, y una vida sólo con los buenos se haría insoportable de pedante. Es necesaria una dósis de incorrección política sólo por el simple placer de ir contracorriente.
Sin cobardes no existiría ningún héroe, pensé, y me adentré por el sendero de la izquierda. Con un silbido llamé a Fenris, que jugaba a atrapar entre sus dientes una Monarca hecha de pedacitos de vitrales, y nos adentramos en el sendero de los bichos feos. Un cartel explica que en América del Norte existen 12.000 tipos diferentes de escarabajos, y más de 300 000 especies en el mundo. Estos insectos se pueden adaptar a casi cualquier ambiente. Lo mismo viven en la tierra que en el agua. Algunas especies destruyen cosechas o dañan la propiedad, mientras que otras ayudan a deshacerse de la basura, comen los árboles muertos, polinizan las flores y hacen un mundo más bonito. Los escarabajos, por lo general, sólo viven donde comen. En cierta forma, reflexioné, los cubanos somos los escarabajos del Caribe. Como bien dice Milan Kundera, somos como esa gente que “huye de sus penas hacia el futuro”. Hemos hecho del “Mañana Dios dirá” la piedra filosofal de nuestra subsistencia. Cargamos con una inflación de pesimismo que trivializa el presente. Por eso es bueno dejar atrás nuestros fantasmas. Dejarlos que se revuelquen en su odio, o se bañen en amor, da lo mismo. Lo esencial es sacarlos de nuestras vidas y vivir éste ahora sin complejos. El futuro no es más que la suma y resta de todos los presentes.
El sendero terminó de pronto en otro arroyo al pie de la montaña. El agua apenas daba por los tobillos. El ambiente era tranquilo, húmedo y frio. Me senté a descansar, y Fenris se metió en el agua, buscando capturar uno de esos peces esquivos que abundaban alrededor de una enorme piedra gris. La mole dividía el cauce en dos, y cada brazo se perdía en direcciones diferentes. Dos caminos: la verdad y la mentira por diferentes rumbos, pensé. Esa piedra separando lo que debe ser indivisible. Y otra piedra que pesa sobre mi alma de inmigrante sin canciones. Una Piedra que algún dia será nuestro Muro de Berlín.
Le lanzo otro silbido a Fenris, y desandamos el sendero de vuelta a casa. Esta vez, me afinqué bien sobre las chinas pelonas de los rios que cruzamos, y llegamos sanos y salvos a la otra orilla. Siento que ahora puedo escribir de cosas lindas, y también de quistes y tumores. Las palabras regresaron a mí, aunque traté de espantarlas. No lo puedo evitar: soy lo que escribo y escribo lo que soy.
Pablo de Jesús
Montañas de Azusa, California
Dic/18/2016
(seguir en el blog pablosocorro.com)
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