Un dia como ayer, yo estaba escondido en un baño en el aeropuerto de Houston jugándole cabeza a Jorge el seguroso para ver como me escapaba de la delegación deportiva que iba de regreso a Cuba. Y dos semanas antes, andaba flaco y demacrado sobre mi bicicleta china, apretando el fondillo y dándole a los pedales, dudoso de si en el momento de la verdad me alcanzaría el valor para dejar atrás a mi familia y aventarme a una dimensión desconocida.
El 11 de noviembre hizo 20 años que aterricé sin paracaídas en Miami, con sólo lo que tenía puesto, y montones de preguntas en los bolsillos. Fuga suave la mía. Más segura que la de aquellos que arriesgan su vida en balsas o de los que llegan atravesando una Centroamerica hostil y llena de peligros. Los minutos que pasé escondido en el baño, hasta que se despejara la puerta de salida del avión hacia Miami, me parecieron horas. No por temor a que me descubrieran, sino por desconocer qué me esperaba en ese nuevo camino que iba a emprender, a los 45 años. Justo a la edad en que uno empieza a ser más precavido para no arañar el coche en la bajada.
No sé cuantos tragos tenía Gardel encima cuando dijo aquello de 20 años no son nada. Veinte años fuera de tu patria es un desfile de dudas, triunfos y fracasos; alegrías y tristezas. Preguntas sin respuestas y respuestas que no necesitan preguntas. Es vivir a préstamo entre costumbres que nunca sabremos si algún dia serán nuestras. Como quitarse un pellejo que ya no necesitas y meterte en otra piel. Aquellos que no logran hacer el tránsito, nunca se adaptan. Tienen los pies en la tierra que escogieron para refugiarse, el corazón anclado al lugar donde nacieron, y la mente dando tumbos entre recuerdos y golpes de la nueva realidad.
Por un tiempo, como todo inmigrante sin familia, me hice parte del paisaje. Fueron dias grises, y tristes. Escuchar las voces de mis hijas al otro lado del teléfono y saber que nos separaban cosas más tangibles que 90 millas de mar y desesperos. La maldad de un gobierno que se negaba a darles el permiso de salida. Pero nunca dejé que la amargura me ganara. Puse a mal tiempo buena cara, y con la procesión por dentro, llegó el dia en que al fin nos reunimos. No sé si fue la carta que le escribí al presidente Clinton preguntándole qué diferencia había entre el padre de Elían y éste cubano que lloraba por sus hijas, o simplemente porque se aburrieron de tanta iniquidad, pero unos dias después de que el Niño Pez regresara a Cuba, mi familia desembarcaba por el aeropuerto de Miami.
Recuerdo que las llevé a La Carreta de la calle ocho, y sentados en una mesa tuve este diálogo con mi hija más pequeña.
– Papá ¿estamos en Miami?
– Claro hija
– ¿En América?
– Si, en Estados Unidos, tu nuevo país.
– Papá ¿y donde están los americanos?, dijo, y señaló a su alrededor, donde otros cubanos debatían sus ideas entre vahos de frijoles negros y olores que atacaban a mansalva desde montañas de ropa vieja y plátanitos maduros fritos.
Los años pasaron, el país fue cambiando, y mis dos hijas crecieron hasta invertir los papeles y convertirse en las anclas a las que me aferro para comprender el mundo de estos dias. ¡Gira tan rápido! A veces dudo pueda sostenerme y no salir volando a ese lugar donde van a parar los trastos inservibles. Los hijos son el mejor abono para echar raíces en tierra ajena.
Aquella niña preguntona y su hermana la mayor, crecieron tan rápido que los 20 años de Gardel se me han ido en un suspiro. Pero están mejor equipadas para una vida que les reserva aún muchos sobresaltos. Tienen la riqueza de dos culturas y una patria. Para ellas, Cuba es el recuerdo borroso de sus padres viejos. Una isla de bordes desleídos, como esa banderita que mantienen pegada en las paredes de sus cuartos.
Escucho a la menor hablar en esta noche de un noviembre fresco, sobre la necesidad de cuidar la tierra y sus recursos naturales. Inaugura una exposición de arte joven sobre el tema. Un centenar de chicos comparten su deseo redentor. Aquella niña que se preguntaba dónde están los americanos, los tiene frente a ella. Les motiva a preguntarse qué mundo le dejarán a sus hijos y a los hijos de sus hijos. La oigo, y pienso en esos otros jóvenes quemando banderas que debían defender. No todo está perdido. Mientras queden soñadores, el Principito seguirá cuidando la flor de mi planeta.
Entre las muestras, colgada en la pared, una pintura de mi hija mayor. Sospecho que soy ese hombre en el paisaje; veinte años mirando correr el rio de la vida, mientras a su alrededor, el mundo conocido va cambiando para que todo siga igual.
Pablo de Jesús
California, Nov 13/2016
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