Dicen que todavía anda por las calles del pueblo, arrastrando su carretilla con ruedas de hierro. Va dejando un surco de tristezas y ruido de acero sobre el asfalto. Años de caminar descalzo, le han hecho un callo tan duro en esos pies, que semeja una piedra pómez cubierta por una costra de churre negro. El asfalto caliente no le molesta. Suele apagar con sus pies desnudos cabos de cigarros y tabacos, y cuentan que una vez caminó sobre carbones encendidos. Con el brazo bueno arrastra la carretilla, sin rumbo fijo, a menos que cargue una encomienda. El otro brazo le cuelga muerto a un costado, un apéndice insensible de un recuerdo doloroso. Nadie nunca sabe lo que piensa porque nadie nunca se preocupó por preguntarle. A las piedras no se les pregunta si sienten dolor, amor, temor o ganas de llorar. Y eso era Saúl el Bobo, una piedra del camino, un árbol seco o un simple chico retardado, conocido después como Oreja de Trapo.
Nunca fue a la escuela. Sus padres y maestros le dieron como un caso perdido. Sus luces nunca se encendieron, y sólo se animaba cuando veía pasar a Gallego El Heladero, quien siempre le regalaba una paleta. “De mantecado para ti”, le decía el Gallego, y él respondía con un sonrisa tímida y un gracias apenas audible. Para los chicos del barrio, Saúl El Bobo era parte del paisaje. Como el Parque del Hoyo del Muerto, el bodeguero Severino, Lázara la Loca, la Loma del Tanque o las tetas de Reglita, novia por turno de toda la pandilla.
Todo ocurrió una de esas tardes pegajosas, propia de los pueblos polvorientos donde los mayores combatían la canícula en interminables partidos de cubiletes remojados en cerveza, y los más jóvenes lo hacíamos con chapuzones en el río. Esa tarde, Saúl el Bobo no marchó con nosotros a la orillita del Govea, donde nunca se bañaba, pero aplaudía con sus dos manos, entonces buenas, cuando nos tirábamos desde el peñoncito de Pepa, a riesgo de desnucarnos si no caíamos justo en el centro de la poceta, en la parte más honda. Esa tarde del último verano que nos transitó de la niñez a la adolescencia, el hijo adoptivo de Conrado y Nena esperaba sentado en la acera, frente a la bodega de Severino, a que pasara el heladero para mostrarle sus zapatos de estreno. Dos tallas más grandes porque era un regalo de las monjitas del hospicio. Insensible al sol, y ajeno a su destino, Saúl El Bobo ignoraba que estaba a punto de convertirse en Oreja de Trapo para el resto de sus días.
Severino tenía una puntería de espanto con el cuchillo. Donde ponía el ojo, ponía el arma, un enorme pedazo de Collins que colgaba siempre de su cintura. Su afición preferida era matar ratas. Rata avistada, cuchillo desenfundado, rata difunta. Y esa tarde, con el aburrimiento campeando en el mostrador, un enorme roedor salió de entre los sacos de arroz para subir a lo alto de la estantería repleta de latas de puré de tomate. Contarlo en palabras demora más que el gesto de Severino. Solo se escuchó un zasss, y la rata cayó ensartada por el Collins justiciero. En la acera, ajeno a la tragedia, Saúl divagaba en la inopia de una mente en paro permanente. Pero no pudo evitar sobresaltarse cuando vio al bodeguero salir con la rata ensartada. Asustado, Saúl quiso salir corriendo, pero los zapatos nuevos le jugaron una mala pasada, y fue a caer de costado contra el contén. Cuando abrió los ojos, vio a Severino con una botella de agua efervescente en la mano, y un pañuelo tinto en sangre, presionándole la oreja. Lloró mucho ese día Saúl El Bobo. Lloró de dolor, y tal vez, lloró por ser el Bobo del pueblo. Sus padres, testigos de Jehová, no quisieron llevarlo a la Casa de Emergencias porque, según decían, “el señor se lo dio, el señor se lo quitó”.
El brazo nunca soldó bien, y con el tiempo se fue secando como la rama de un árbol enfermo. La oreja se partió en pedazos, y tomó la forma de las coliflores que vendían los chinos del Hotel Noy. Fue Abelardo El Negro quien le bautizó con el nombrete de Oreja de Trapo. Desde entonces se convirtió en verdugo permanente del pobre Saúl. Para defenderse, le enseñamos a tirar piedras con la mano buena, y desarrolló tal técnica y fuerza, que cuando queríamos tumbar los mangos de patios ajenos le llevábamos de francotirador. Era como usar un cañón inanimado. Tiraba la piedra y ahí se quedaba parado, mientras los demás corríamos cuando salía el dueño del mangal. Al final, regresaba al pueblo con un saco de mangas blancas, que nos repartíamos entre todos, mientras él reía feliz.
Pero los años pasaron, y la risa se le fue desdibujando en la cara a Saúl -nunca le llamamos por el nombrete-, y él se fue encerrando en su cárcel de palabras muertas, viviendo entre nosotros, y lejos de nosotros. Aún así, seguíamos defendiéndole de los abusadores de siempre, y sobre todo, de Abelardo El Negro, quien solía pasearse con su cuje de almácigo, repartiendo fuetazos a mansalva, al frente una pandilla de malandros como él, todos con más años y menos sesos que nosotros. Lo de Negro no era por el color de su piel, sino de su alma, según Reglita, quien lo odiaba tanto que al final se casó con él.
Los padres de Saúl murieron, y el pasó a vivir con una tía, en los límites del pueblo, pegado al río. Si hubo un momento de su vida en que fue feliz -¿quién sabe si tuvo conciencia de ese sentimiento?-, era cuando se sentaba a escuchar las conversaciones de los tomeguines en las pomarrosas de la orilla, o las disputas de los guajacones que se peleaban por crecer antes de tiempo para convertirse en ranas. Pero la felicidad nunca es completa cuando la mente no sabe distinguirla. La tía, como sucede con todas las tías viejas, le dejó huérfano por segunda vez, al fallecer de muerte natural cuando se le atoró una espina de pescado en la garganta. Oreja de Trapo fue a parar a casa de una prima. Parienta que sí no creía en pajaritos cantando y ranas creciendo, y mandó a fabricar la carretilla que, con los años, se convirtió en la otra parte del cuerpo de Saúl: Cabeza, tronco, tres extremidades, y carretilla.
Lo mismo movía un escaparate viejo que un puerco listo para asar. Todo por el mismo precio. Lo que le quisieran dar. La gente simplemente le ponía el dinero en el bolsillo del pantalón, le daba una dirección, y él agarraba su carretilla con la mano buena, y no soltaba hasta que llegara a destino. Ni aunque Abelardo, que a veces le sorprendía en el camino, le entrara a cujazos por las piernas, solo por divertirse.
Cierta tarde calurosa, sin nada que transportar, Oreja de Trapo fue a sentarse a la orillita del río, vigilando no se le apareciera el Abelardo y lo empujará al agua o le sazonara con su vara. A su lado tenía una buena provisión de piedras. Por si acaso. Agazapado entre los arbustos, vio llegar solo a su torturador. Decidió que era mejor permanecer escondido. Ajeno a que lo espiaban, el negro -a estas alturas un hombrón de 20 años- se quitó la ropa, dejó su inseparable cuje sobre una piedra, y subió al Peñón de Pepa para practicar uno de los clavados conque nos asombraba siempre. Tomó impulso, pero en el último momento, ese en que apoyas el pie derecho para hacer fuerza y buscar el buen brinco que te dé altura, resbaló sobre la piedra mojada y cayó de pie contra el fondo pedregoso, a un costado de la poceta. El agua, que apenas le daba por el pecho, empezó a teñirse de rojo, y entre gritos y dolores, Abelardo se arrastró hasta la orilla. La pierna destrozada, la cabeza con una fea brecha. Estaba sólo, y el pueblo quedaba lejos.
Oreja de Trapo vio su oportunidad y se acercó al herido. En el suelo, el cuje maldito descansaba inerme. Abelardo lloraba de dolor, pero se aterró más cuando vio que Saúl tomaba la vara y hacía fintas en el aire, dando latigazos a un enemigo invisible, mientras repetía una y otra vez, sin emoción alguna, la misma palabra que su castigador le decía siempre, cuando le daba fuetazos a mansalva: maricón, maricón, maricón. En un gesto de redención íntima, el siempre torturado Saúl partió la delgada rama contra su rodilla. Había vencido a su enemigo. Luego, aún con hielo en sus ojos, miró al Abelardo, quien se encogió en la tierra. Con su brazo bueno, Oreja de Trapo levantó al herido y lo llevó a la carretilla. Del río hasta el policlínico nuevo había sus buenos 20 minutos, pero ese día Oreja de Trapo anduvo liviano. Sus pies, castigados por el asfalto caliente de las tres de la tarde, corrieron por las calles y le salvó la pierna a Abelardo El Negro, pero éste quedó cojo a perpetuidad. Fue una verdadera venganza cuando todos en el pueblo comenzaron a llamarle Abelardo Pata e`trapo, sin la DE, que pertenecía por derecho de redención a Saúl.
Esto sucedió hace muchos años. El pueblo sigue allí. Los de la pandilla nos desperdigamos por la vida, pero Oreja de Trapo se quedó estampado en las calles polvorosas, como una piedra más, y junto a su carromato fue envejeciendo y perdiendo las palabras, hasta quedar completamente mudo. Un día, le tocó llevar al cementerio el ataúd de Abelardo Pata e`trapo, cumpliendo así la última voluntad de su eterno enemigo. Tres noches más tarde, justo la cantidad de veces que Saúl dijo maricón en el momento de su liberación final, Oreja de Trapo era enterrado también en el camposanto, junto a su carretilla destartalada. Todavía, la gente vieja del pueblo insiste en que aún escuchan el rechinar del carretón de Oreja de Trapo sobre el asfalto caliente.
Pablo de Jesús
San Juan, Puerto Rico
Abril 15/2018
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