Novenario Tijeras giraba y giraba en su propio mundo, ajeno a otro universo, habladurías, chismes y consejos. Gente de poco hablar, economizaba las palabras no por temor a que se le acabara el vocabulario, sino por falta de empatía con el resto de los mortales. Nunca se le conoció novia, mujer ni amigos. Vivía sólo para su trabajo de afilar todas las tijeras y cuchillos que le presentaran por delante. Un día de invierno, como son los inviernos en el trópico -mucho abrigo y poco frío-, se apareció en el pueblo con su herramienta de trabajo, la boina vasca encasquetada hasta las orejas, las alpargatas roñosas y unos ojos que parecían estar de vuelta de todos los caminos, con los que escudriñó el panorama de su nuevo hogar. Los pocos parroquianos que se encontraban en el parque, refugiados del sol bajo los almendros paridos, le vieron bajar del camión de Alfonsito con un objeto extraño. Parecía una bicicleta de madera de una sola rueda. Cuando esperaban que saliera dando pedal, miraron asombrados como echaba endar empujando el artilugio, al tiempo que soplaba un caramillo rojo y blanco y, entre soplido y soplido, gritaba con una voz matizada de gallos aquello de “¡Amolador! ¡Amolador! Afilo cuchillos, tijeras y machetes”.
Los niños del pueblo le cayeron detrás, alborozados porque aquel extraño monociclo y el hombre del caramillo, les recordaba el carrusel de caballitos de madera que en diciembre plantaban en el parque. Algunas amas de casa sacaron sus cuchillos y tijeras para que les quitara lo mohoso. Mientras daba pedal, un montón de chispitas iluminaba las caras de asombro de los más pequeños, y los mayores se limitaban a observar la maestría conque domeñaba aquella piedra de amolar. A las seis de la tarde, con el sol algo menguado, guardó la música y se fue directo al hotel El Noy, único de la villa, pero con reputación de limpio y buena comida por sólo un peso al día. La otra alternativa más barata era El Paraíso, el putero de Gina Bocanegra en las afueras del pueblo, donde chicas alegres calmaban la ardentía de los jóvenes y consolaban a esposos de mujeres frígidas.
Testigos presenciales en El Noy, contaron que le vieron sacar un fajo de billetes y pagar un mes completo, por adelantado.
–Me llamo Novenario, afilo tijeras, machetes y cuchillos y me estaré un tiempo–dijo al pagar, y ese, además de su pregón, fueron las parrafadas más enjundiosas que salió de sus labios en los muchos años que estuvo dándole vida a los utensilios cortantes de los pueblerinos. La gente comentaba, y hasta hacían apuestas de si era gallego, vasco, catalán, de un pueblo perdido de España, y los más enterados, aquellos que solían dar viajes a la capital para ver al médico o comprar en los almacenes Sears, decían que por el acento, cuando gritaba aquello de “¡Amolador! ¡Amolador! Afilo cuchillos, tijeras y machetes”. parecía “suramericano”. Hablaba igual que las viejas películas que ponían en la tanda de la una de la tarde los fines de semana en el cine del Viejo Yoyo Morejón.
El apellido Tijeras se lo puso Kiko Jones, uno de los dueños americanos del Noy, que estaba en la recepción el día que el español llegó pidiendo albergue. “Yo preguntar segundo name y como él no entender, poner Tijeras de last name”, explicaba Jones, bautizado Kiko debido a que el Quincy que le encasquetaron sus padres allá en su natal Ohio, resultaba demasiado complicado para los pueblerinos.
Tijeras era lo que podríamos llamar un tipo acuerpado. Bajito, fornido, el pelo largo recogido en una coleta atada con una liga, una cara lampiña ancha y sin gracia, y con unas manos grandes y venosas, con las que sacaba chispas a los cuchillos y tijeras mientras le daba vueltas a su rueca de afilar. Su edad era tan indeterminada como su procedencia. Era de esa gente a la que nunca se le arruga la cara, pero los mofletes se le van cayendo, como le fueron cayendo a Novenario los años y el pelo se le tiñó del gris acerado que en forma de chispitas despedían los objetos que afilaba. “El mejor afilador que he conocido”, pregonaba Yeyo el barbero, cliente habitual de Novenario, por su sucia costumbre de cortar la parte salivosa de su mocho de tabaco con la misma tijera que pelaba a sus clientes. Todo el mundo sabía cuándo alguien se hacía el corte con Yeyo, por la peste a tabaco mascado que a su paso iba despidiendo el tonsurado.
Un día de lluvia, luego de gastar muchas alpargatas y piedras de amolar, y aquejado de reuma en los juanetes, dejó de hacer su ronda por el pueblo y el caramillo que embobecía a los niños enmudeció para siempre. Se estableció en el portal este del Noy, frente a la guarapera de Perico Pons, y allí, sentado en un banco y leyendo viejas revista Carteles, esperaba paciente que le llevaran a los necesitados de filo. Entonces se convirtió en La Tijera Inmóvil, como le bautizaron los jodedores del pueblo, y las amas de casa, desconcertadas, perdieron el hilo de su rutina. Novenario se había convertido en el minutero que marcaba las horas de cada tarea hogareña. Compensaba al descompuesto reloj de la iglesia que el padre Mario Uberto se negaba a componer por falta de fondos. A las seis de la mañana, cuando el cura tocaba a maitines sus campanas roñosas para la oración del Ángelus, Novenario salía del Noy sonando su caramillo, y a su paso por las calles las señoras ponían a hervir la leche en la candela para el desayuno de la familia. A las 12 del día, pese al llamado para el Ave María, la gente no se confiaba en el reloj pastoral y esperaba que pasara Novenario con su caramillo y su música díscola para empezar a servir la mesa del almuerzo. Había esposas que, según la nota que tocara el afilador de almas, decidían el potaje de la noche: Nota grave indicaba garbanzos. Nota aguda, frijoles negros con un toque de azúcar y mucho ají cachucha. A las seis de la tarde, invariablemente, Novenario daba su último gemido musical y se encaminaba al Noy. Vigilando su entrada se apostaba siempre la beata Nuvia Inés, mantilla y rosario en mano, quien se dirigía a la iglesia para rezar ante las estatuas de yeso por los pecados diarios de las putas del Paraíso. Las chicas de Gina le pagaban a señorita Nuvia Sin Pecado Concebida para que pidiera por sus almas ante Dios, y éste las mantuviera salvas de infecciones y ladillas.
Tras abandonar las calles, Novenario estuvo 20 años en ese portal dándole a la noria. Por sus manos pasaron todos los instrumentos cortantes del pueblo. Cuanto objeto usado para cortar, trocear, picar y filetear que le pusieran por delante salió como nuevo de su forja. Y mientras lo hacía, parecía que el hombre iba consumiéndose en cada afilada, de manera que cuando le tocó el día de su muerte, era apenas la mitad del Novenario que había llegado al pueblo. Dicen algunos que la mancha sobre la pared del Noy, allí donde colocaba su rueca, eran nanopartículas de un Novenario que se fue desgastando en cada despalme de un objeto perforo cortante. Allí estuvo incrustado Novenario, hasta que años después, los aires renovadores del Encaprichado en Jefe echaron abajo el hotel para dar paso a un parquecito infantil con un cartelito que decía: “Los niños son la esperanza del mundo”.
De manera que Novenario se hizo parte del paisaje del poblado; un ser invisible que sólo dos veces se convirtió en noticia. La primera, cuando llegó. La segunda, cuando se fue. Y aunque no se largó por sus propios pies, el escándalo que formó en el villorrio estuvo siendo la comidilla de comadronas y cuenteros hasta la fuga en balsa de Juanito Calamidad y su pandilla de travestidos.
Un día, viendo que eran más de las 9 de la mañana y Novenario llevaba tres horas de retraso en tomarse su café retinto de todas las mañanas, Míster Jones, preocupado, envió al chico que cargaba las maletas de los huéspedes y vaciaba las escupideras del salón bar a informarse si el Señor Tijeras se dignaría a bajar ese día, para saber si le preparaba el pan con chorizo de siempre para el almuerzo. Al cabo del rato, el chico bajó las escaleras. más blanco que la masa de un coco de brujería, y casi sin aliento gritó:
–¡Se murió! ¡Está morido coño! ¡Ay Dios! –y todos los clientes del local saltaron de sus asientos, pues nadie recordaba que alguien se hubiera muerto en El Noy, donde el trato y la comida eran exquisitos. Todo lo contrario al putero de la Bocanegra, donde se contabilizaban ya tres sexagenarios muertos en la gloria de su último orgasmo, entre las piernas de una mulata sandunguera o de la misma matrona.
Con mucho aplomo, Kiko Jones solicitó los servicios del Doctor Rumbaut, galeno que recaló en el pueblo enganchado a la Danza de los Cuatro Velos de Bea, la bailarina árabe que vivía en Los Tres Minutos, barrio de inmigrantes y polacos. Rumbaut certificó médica y oficialmente que Novenario se había ido al más allá mientras dormía, dejando a su favor en el más acá un saldo de 17 pesos en la cuenta del hotel, ya que siempre pagaba un mes por adelantado. Con mucha honradez, Míster Jones tomó el dinero que sobró del saldo para costear los gastos del funeral, que ordenó a la Funeraria El Último Adiós, propiedad de Marquitos Caratriste. El americano le compró al funerario un traje de segunda mano para que Novenario se fuera al otro mundo lo más decente posible, a fin de que San Pedro no lo tomara por un muerto de hambre y le negara la entrada al Paraíso, el del cielo, no el putero de Gina. Las malas lenguas del pueblo dijeron que tal prodigalidad de Míster Jones estaba sustentada en haber descubierto la bien surtida guanajita de Novenario, a quien nunca se le conoció hembra que le prodigara sus caricias ni le menguara la bolsa. Las mismas lenguas cizañeras también dijeron, mucho después, que el traje de difunto vendido por Marquitos era el mismo que habían usado los últimos tres muertos del pueblo, enterrados gracias a colecta popular. Todo fueron habladurías de gente malpensadas, pues lo cierto fue, que a Kiko Jones no se le vio una sortija de más en sus dedos ni hubo mejoras en el Noy, ni al Caratriste se le observó de noche exumando difuntos para recuperar trajes.
Muy en su tarea de vestir al muerto estaba Marquitos, cuando se topó con la sorpresa de que él difunto no era difunto. Allí, donde debían colgar dos pelotas y un bate, lo que se veía era un home escuálido y reseco, que parecía nunca haber sido pisado por toletero nacional o extranjero. La noticia se corrió como pólvora, con la misma velocidad y ferocidad conque saltaban las chispas de la piedra de amolar de Novenario. En las casas, los padres comentaban bajito para que no lo escucharan los hijos, y en los bares, los habituales de siempre tiraban el cubilete y se reían del que sacaba las cinco Q, mientras gritaban alto “¡Novenario! ¡Cinco cundangos al tiro!”. En la despedida del duelo, los dos oradores oficiales para esos menesteres, Aníbal Matos y Tavito Borges, discutían a gritos si era Él o Ella el ser humano que bajaba a la fosa, y que por tantos años les había sacado filo a las lenguas del pueblo.
Al día siguiente, Algiberto Salazar, propietario, director, reportero, redactor, linotipista y repartidor del único periódico de la localidad -El Villano News- calificaba como un milagro de Dios el ascenso de Novenario al cielo en forma de doncella, luego de trabajar en la tierra como hombre, sacando chispas en la fragua de Hefesto, Dios de los herreros. La gente no entendió mucho que relación había entre un herrero y un amolador de tijeras, pero eso tenía sin cuidado a Salazar, quien disputaba con Matos y Borges el título del Intelectual más Intelectual del pueblo.
©
Pablo de Jesús
Sept 29/2018
(Del libro en preparación BEJUCAL ES UN TAMBOR)

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