El primer amor nunca se olvida. Y menos si es un primer amor no correspondido. Un primer amor que me hizo infeliz y desgraciado a causa de mi lengua de joven inexperto en asuntos románticos. Fue esa mala lengua la que me traicionó en el primer lance y me arrojó deshecho en brazos de Manuela, de los que me rescató tiempo después una cuarentona cariñosa que me ayudó a conjurar las penas del corazón. A los 15 años se ama con las hormonas, y el amor entra por los ojos. En mi caso, el tal Cupido no me flechó. Me dio un garrotazo tan grave en la entrepierna que estuve a punto de quedar eunuco.
¿Cómo no enamorarse de una diosa en proceso de formación?. Alta, con una cascada de pelo rubio cayendo justo hasta el borde en que la espalda se convierte en gloria, talle de guitarra y aire de madonna caribeña, Susanita era un espejismo en las noches de un pueblo lleno de bejucos. Pero lo que más destacaba en ella eran sus ojazos verdes: Par de esmeraldas en los que el mar y el bosque bailaban la danza del vientre sin ningún tipo de complejos. Yo estaba perdido en esos ojos. Y otros tantos como yo en la villa, pero bajar aquella diosa del Olimpo era como querer secar el mar con un jarrito de aluminio; soberbia y regia en su trono de reina de la noche, nunca varón de los contornos había recibido ni siquiera el honor de su hierática mirada verde.
Hasta que un sábado me llené de valor y decidí abordarla, a riesgo de que me pasara lo que Acteón, el griego convertido en ciervo por ver a la Diosa Artemisa bañándose desnuda. “Aunque me convierta en cerdo”, pensaba, pero de esa noche no pasaba sin que le declarara mi amor a la Susanita.
Había estado toda la semana preparando una frase de ‘approach’ para la niña de mis ojos. Algo que le moviera el piso a aquella esfigie de sordera pronunciada. “Tus ojos parecen manzanas del Eden”, pensé, pero mis amigos me hicieron cambiar de opinión porque las manzanas del paraíso era rojas y no verdes, según el cuadro de Adan y Eva que habíamos visto en un libro de pintura. “Tus ojos parecen aguacates del Edén”, sugerí entonces, pero la deseché enseguida, dudoso que en la viña del señor hubiera fruta tan prosaica y traicionera. Hasta que, justo la mañana del sábado, di con la perfecta: “En el mar de tus ojos verdes me quiero bañar por siempre”. Poética, melódica y romántica la frase. Si eso no derretía el pedestal de hielo de la Bella, pues entonces había que buscar un lanzallamas para licuar su corazón.
Esa noche, mientras daba vueltas al parque en el sentido de las agujas del reloj como mandaba la tradición -las mujeres lo hacían en sentido contrario- estuve tomando a pico de botella de un ron peleón que no sólo te cruzaba los pies, sino los cables del cerebro y de la lengua. Hasta que la ví . Altiva y más inaccesible que nunca, Susanita lucía un vestido azul a media pierna, entallado en la cintura, y escote tan audaz para la época, que las cabezas masculinas semejaban ventiladores rusos a su paso. Seis rondas después del primer trago ya tenía todo el valor necesario para la aventura. En el séptimo giro, me planté delante y le solté: “En el mal de tus sojos me quiero tirar pa siempre”, y me le quedé mirando con aire embelesado, sintiendo como el piso se movía, y dos o tres Susanas borrosas y crueles soltaban una carcajada, mientras me apartaban hacia un lado para seguir en su baile nupcial de abejas reinas.
Me quedé varado en medio del paseo, como barco que escoraba por una via de agua en su sentina, hasta que mis amigos rescataron mi naufragio y me llevaron a la glorieta donde una orquesta tocaba danzones y boleros. Me emborraché con lo que quedaba del ron peleón, y juré que nunca más mujer alguna merecería mis amores. Fue entonces que matriculé en los boleros lacrimosos de José Feliciano, y “con los nervios destrozados y llorando sin remedio como un loco atormentado por la ingrata que se fue”, estuve dando tumbos par de meses, hasta el dia que aquella señora que antes mencioné, se condolió de mi infortunio y me bautizó en los jugos de su alcoba bondadosa.
Susanita terminó casada con un tipo que no era del pueblo. Tuvo cinco hijos con ese locutor de la radio que engolaba la voz en un programa de canciones románticas de las ocho de la noche, y no sé si fue feliz.
Dos décadas después nos encontramos. Ella ya madura, un poco entrada en carnes pero igual de bien plantada, y yo más curtido en amores subrepticios. Con el mismo paso de quien se sabe reina, bajaba por la Rampa rumbo al Malecón, y yo subía camino a mi trabajo. Como aquella noche en el parque de mi pueblo, me le paré de frente para soltarle de nuevo la frase de mi primer flechazo, pero otra vez Cupido erró la puntería -o quizá un diablito jodedor se posó en mi hombro- y volví a recitar aquello de “en el mal de tus sojos me quiero tirar pa siempre”. Ella me miró, asustada primero e indignada después, y mientras se apartaba de mi camino dijo con voz ronca de mujer frustrada: “¡Loco e´mierda!”.
No sé si me reconoció. Sólo vi alejarse aquella espalda que tantos callos dejó en mi pobre alma, pero ya yo estaba a salvo de aquellos ojos verdes llenos de sargazos, rescatado por otros ojos de fuego, arena y miel, que me anclaron para siempre en la roca del amor correspondido.
Comments
Loly Estévez
16th February 2016 at 9:55 amDeliciosa crónica.
Pablo Socorro
16th February 2016 at 2:05 pmGracias Loly. Me alegra te haya entretenido el Dia del Amor y la Amistad. Un abrazo.