Se llama Lolo y es un callejero. Recorre despreocupado las calles de Barra de Tijuca -ese barrio de Rio de Janeiro con ínfulas de clase media sólo porque está frente al mar-, y nadie le dice nada. Lolo come donde le apetece y siempre encuentra un plato en su camino.. En Casa Monnique saborea restos de bisté encebollado que un turista dejó por demasiado sazonado y en Los Turcos prueba algún que otro pedazo de picanha de pollo o carne de res. En el carrito de Atasia se le consiente con churros rellenos de leche condensada, ya que él rechaza los de chocolate porque le hacen mal al estómago.
Su piel es negra como la noche, y la mirada atenta, canina diríase, a la espera de que le arrojen sobras para la cena. Nunca las hurta del plato, como otros de sus desarrapados congéneres. Se hace invisible en un rincón y espera con toda la paciencia del mundo a que alguien le favorezca con un bocado. Nunca pide, nunca agradece. Se limita a tomar lo que le dan y desaparecer de la vista mientras se harta la panza. Siempre cae por el barrio antes de las 9 de la noche. Cuando pregunto, nadie sabe donde duerme, donde pasa todo el santo dia, y si alguien vela por él. Tiene un instinto nato para no estorbar, ni enredarse en los pies de la gente. Pese a su aire de vagabundo sin oficio, camina con la cabeza erguida y el orgullo que da la despreocupación y el saberse más allá de los problemas cotidianos.
Trabamos amistad el dia que, dimimuladamente, le arrojé un pedazo de picanha. Monnique hizo un gesto de disgusto, pero no dijo nada, porque yo pago bien y dejo buenas propinas, y además, arrastro hasta su negocio a otros colegas periodistas. Allí comemos, tomamos cerveza Atlantic, y por un momento olvidamos los robos y los asaltos, los problemas del transporte, la ineficacia de los organizadores de estos Juegos Olímpicos, y hasta las hazañas de los héroes deportivos que son héroes porque nosotros los elevamos a esa estatura, algunos sin merecerlo.
Lolo me espera siempre en las afueras del restaurante, como guardeando la mesa donde suelo sentarme cuando voy solo, en una esquina de la terraza, de frente a la calle, donde saboreo una Atlantic mientras Denisse prepara mi orden. El calcula, con su instinto canino, la hora de mi llegada, y mueve la cola de alegría cuando me ve llegar. Para ser un perro callejero, Lolo se ve muy bien. La piel negra lustrosa y en el cuello un cinturón viejo de cuero denota cierto mimo. Dicen los vecinos de Barra, que Lolo si tiene dueño, sólo que el muy tacaño lo lanza a la calle de noche, para que haga sus necesidades, y de paso, consiga su cena. Pero es sólo un rumor, un chisme de barrio nunca confirmado.
Me cuentan que un dia Bandeiras, el farmacéutico, quiso llevarlo a su casa, y no hubo forma de que Lolo traspusiera el umbral. Ni aún tentándolo con una de las olorosas picanhas de O Magrinho, un gordo acampanado que siempre sonríe como todo obeso comilón.
Pero Lolo le teme al flash de las cámaras como el demonio al agua bendita del exorcisador. Algún dia le haré una foto. Por lo pronto se esconde detrás de la moto, me mira, y sigue su camino. Mañana nos veremos.
Lolo es un poco el espíritu de Rio: Independiente y populachero, agradecido y altanero, cortesano y rey, príncipe y mendigo.
Pablo de Jesus
Rio de Janeiro
Ago 13/2016
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