No hay nada mejor para poner los pies sobre la tierra que leer a Bukowski. Y nada peor para alguien con ganas de aterrizar, que la música de fondo cuando te enfrentas al Gran Charles sea la de un recital de los Bukis. Recuerdo aquella tarde, hace seis años, cuando se me juntaron las dos B. Luego de haber chocado con el estilo crudo y cínico de Bukowski durante mi vida anterior en Cuba -leyéndolo a escondidas porque a algún comisario político se le había ocurrido que el escritor estadounidense era un peligro para la Revolución, y lo mejor era prohibirlo- volví a empatarme con el Buko en una libreria en Nueva York. Era una librería de viejos, con telas de araña en los estantes, y un anciano gris y polvoriento detrás de un mostrador lleno de manchas de miles tazas de café. Le compré sin regatear los tres libros que tenía en existencia del llamado “escritor maldito”: Pulp, Mujeres y La Máquina de Follar. En el viaje de regreso de Nueva York a Los Angeles leí el primero, y dejé los otros para disfrutarlo en la tranquilidad de mi terraza, con una buena taza llena de cortadito. ‘Cortolito’, como dice mi amigo Greg Heakes, a quien matriculé en esa asignatura durante una final NBA en Miami, y desde entonces se ha vuelto adicto. Como decía, me senté a disfrutar de La Máquina de Follar, y cuando iba por la mitad, justo en el cuento Notas sobre la peste,y por esa parte que dice “la peste no solo te mea el alma”, mi vecino mexicano puso a todo volúmen a los Bukis con Marco Antonio Solis cantando aquello de “Alguien se quedó llorando”. Se jodió Bukowski. ¿Quien coño va seguir leyendo cuando te destripan el oído con música de caballitos y un estribillo tan profundo como “el ruido de tus zapatos, el ruido de tus zapatos no me deja respirar”? Los Angeles a pulso, donde hay más vallas publicitarias en español, coreano, y el tagalo de los filipinos que anuncios en inglés.
Ahora, ya retirado, regresé a Bukowski por tercera vez. Sentado en la terraza de otra casa y otra ciudad, sin que nadie me importunara. Bueno, salvo Fenris, que insistía en que jugaramos a eso de yo tirar la pelota y que él la traiga. Pero estaba preparado. En vez de la bola de tenis que siempre usamos. le he regalado una de baloncesto, y él ha aprendido a jugar solo, llevando y trayendo la pelota con su hocico por todo el patio. Mientras Fenris juega, yo le doy al Gran Charles. En su estilo crudo y nihilista, el Buko es como un perro rabioso que te muerde el cerebro y al final no sabes si estás disfrutando la obra de un gran escritor o las pendejadas de un borracho. Pero siempre hay que regresar a Bukowski, porque el desfile de ideas absurdas nos reposiciona en la vida. A veces una dosis de cinismo nos protege de todo mal.
Sin nadie que me interrumpiera, leí de nuevo la Máquina de Follar. Y fue un milagro poder hacerlo sin pausas molestas como eso de “Paul, hay que sacar la basura que hoy es lunes”. “Paul, se tupió el lavamanos”. “Paul, ¿quien va a recoger la mierda de tu perro?” Debo aclarar que mi familia y amigos más cercanos me han llamado siempre Paul. Se pronuncia Poul, como en inglés, y no Pol (como el asesino kampucheano Pol Pot). No es que yo quiera hacerme el americano desde que vivo en USA; es que así me llamaban desde Cuba. Bueno, me han llamado de muchas formas. Desde Compañero hasta Hijo de Puta ahora que estoy en el exilio. He sido Pablito -y aún lo soy- para mis amigos de la infancia. Pablo Socorro a secas en los meses que pasé en instrucción preparándome para una de aquellas guerritas de Quién Tú Sabes, embarajadas como “misiones internacionalistas”.
De aquella “misión” saqué una medallita de latón y una infección en la piel que duró tres años en curarse, a fuerza de baños de agua sulfurosa en el balneario de Elguea en Villa Clara, y de acabar con todas las matas de romerillo de mi barrio para baños y apósitos, siguiendo el consejo de una vieja santera. La mujer me hizo un despojo con sangre de gallo, hojas de tabaco, romero y otras hierbas para sacar de mi cuerpo a Oggún, el dios de la guerra y las armas que decía ella yo arrastraba desde mi periplo como guerrero de la incontinencia revolucionaria de un viejo comandante. También quiso sacrificar palomas blancas, pero le dije “hasta ahí las clases”, y le compré los animalitos para echarlos a volar sobre la azotea de casa. Liberadas, dieron una vuelta encima del tejado, y una de ellas me soltó un chiguete de mierda sobre la cabeza. “Menos mal que no son vacas”, pensé, como todo el optimista que soy, pese a que leo a Bukowski.
También fui Yeyo en los cuatro años de la carrera. Desde el primer dia de clases en que agarré un tambor y junto con Alfredo Aguero Cabrero-Jamardo (bailarín de los Guaracheros de Regla), y Fermín Polledo (negro parrandero), formamos una conga que estremecía por desafinada las paredes de la Facultad de Periodismo, y los oídos vírgenes de nuestras profesoras lesbianas. Ahora, que he aterrizado en la pista de los 60, ya no sé quien soy. Me gustaría decir que “Yo soy yo y mi circunstancia,… y si no la salvo a ella, no me salvo yo”, pero eso suena a filosofía barata de un Ortega y Gasset que nunca supo lo que era apretar el culo y darle a los pedales con apenas un buche de agua con azúcar entre pecho y espalda. A conclusión de café con leche en un bistro de París, entre madalenas y putas en rebaja.
Hay que saber reirse de uno mismo, como dice Bukowski. Evita que te conviertas en un “zurullo literario”. Y yo agrego de mi cosecha lo que decía mi abuela Fredesbinda cuando la vida amenazaba con patearte el trasero: “sube a la carreta antes que te cagues de fango”. Eso es lo que estoy tratando de hacer. Pero es difícil salir con el plumaje limpio del pantano en que se ha convertido hoy este mundo. O el que pintan los medios. Con un rato delante de la TV tienes la dósis de terror diaria que la modernidad nos ha impuesto. Atentados terroristas; ataques de la derecha a la izquierda y de la izquierda a la derecha; xenofobia, racismo, supremacismo blanco y supremacismo negro, y el coco cotidiano de la bolsa de valores, la inflación y la gasolina por las nubes. Pero así y todo, nos disparamos la media hora de terror mediático de los noticieros, con el consuelo de que el agujero donde metemos la cabeza, nuestro agujero naif, se mantenga calentito y seco. Las bombas suenan a distancia y, como dice el Buko, nos sentimos “mierdecitas encajonadas en nuestro abecé y nada más”..
Dejo a un lado a Bokowski y voy a recoger la caca de perro bajo las matas de naranja. De tanto realismo bukoniano me duele la cabeza y al final decido jugar con Fenris a tirarle la pelota, un ejercicio en el que no hay que pensar mucho. Pateo el balón y él lo trae, hasta que decide sentarse en su butaca, pidiendo a gritos (o a ladridos) su snack de recompensa. Amo a mi perro, porque me chantajea con encanto. Me doy golpes en el pecho. Tengo un perro chantajista y un presidente agiotista.
¿Ya ven lo que da leer a Bukowski? Uno se pone a filosofar sobre cualquier cosa, pero al final siempre tiene que recoger la caca y seguir tirando la pelota.
Pablo de Jesús
Ago 28/2017
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