Lo de Catalina conmigo era un problema muy serio. Dicen que hay amor a primera vista. Yo digo que también hay odio al primer lechazo.
La muy malvada de Catalina, dejaba que mi hermano le acariciara las tetas, mientras ella ponía cara de arrobamiento, sacaba la lengua y se remeneaba de puro placer. Pero en cuanto yo le posaba una mano en sus senos grandes y firmes, comenzaba a protestar, a retorcerse, a poner los ojos en blanco y a recular como si tuviera enfrente al mismísimo demonio.
Era indudable que entre los dos había mala leche. Ella no estaba interesada en mí, aunque yo la amaba como se ama el primer bocado de comida cuando se tiene hambre. Y eso me hacía muy infeliz, porque si había una hembra bien plantada en toda la comarca era la tal Catalina. Sus ojos almendrados, las pestañas largas, su boca siempre rosada y húmeda, y aquellas tetas. ¡Por Dios! ¡Qué tetas!. Blancas, firmes, orondas, cósmicas, de pezones rosados y grandes como cerezas frescas. Daban ganas de pegarse a ellos y no soltarlos nunca.
Tal vez eso fue lo que pasó. Ella siempre tuvo muy presente el mal rato de nuestro primer encuentro, cuando la atrabanqué a solas, una madrugada fría, en el extremo del corralón de la finca de mi abuelo, buscando aquellas tetas de odalisca. Recién parida, de aquellos pechos manaba primero un líquido agrio y espeso que, según las viejas, tenía poderes medicinales para aliviar dolores de oído y excemas de la piel.
Yo quería probar ese manjar blanco. Había un frío del carajo y necesitaba algo que me calentara. Ella terminó de darle el pecho a su pequeño, y entonces le arrebaté la criatura. La puse en lugar seguro, lejos de la madre, y comencé a acariciar aquellas benditas tetas de Catalina. Pero mi necesidad era tan urgente, el frio tan cortante, y yo quería tanto calentarme, que me abalancé goloso y gozozo sobre uno de aquellos pezones rebosados.
Comencé a succionar, vigilando con un ojo no se apareciera el viejo. Sabía que aquello no era correcto. Un pecado. Pero yo chupaba, primero con gula, luego con deleite. Sentía que el líquido caliente y dulzón corría por mis labios, pasaba por mi garganta y se asentaba en el estómago, con un placer infinito. A mi lado, su pobre retoño gemía, dolido de ver como le robaban su desayuno.
Hasta que Catalina soltó un manotazo que me tiró de culo sobre una bosta de mierda, la leche aún corriéndome por la barbilla, y tras lanzarme una mirada de odio, se fue con su ternero al refugio seguro del prado de hierba verde, cruzado por un rio desganado donde abrevaban todos los animales de la finca.
Desde entonces, esa vaca y yo no nos pudimos ver. Era la única del rebaño que no se dejaba ordeñar por mí. Ese día, tuve que regresar al pueblo apestando a mierda, porque la muy maldita de Catalina no me dejó cruzar el potrero para limpiarme en el rio.
Comments
Rafael
8th December 2015 at 5:49 amExcelente la idea, impecable la narración, un cuento de lujo … gracias Pablo