La Navidad es un estadío emocional, más que una estación del año. Uno se alegra de haber llegado vivito y coleando al último de los 12 meses que tiene el almanaque, y se hace lindos propósitos para el siguiente. Promesas que apenas llegan al segundo mes de vida, disueltas en la furia de compras del 14 de febrero, Dia de los Enamorados. En realidad, hay más fechas alegres en el calendario que dias tristes, y es que la risa es tan necesaria para el ser humano como el pavo, el lechón, el pollo y el pescado que algunas culturas sacrifican en el altar culinario del 24 y el 31 de diciembre.
Hasta hace unas horas no sabía que escribir sobre un tema tan manido, pero una conversación con mi buen Gustavo Borges -quien me llamó desde México para darme su acostumbrado abrazo navideño con palabras cariñosas- me dio el optimismo necesario para mi usual crónica dominical. El Gusta me hizo retroceder a los dias de mi infancia, cuando vivía la fantasía de Santa Claus en Navidad, el turrón y la sidra del 31 de diciembre, y los Tres Reyes Magos del 6 de enero.
La vida me hizo reencontrarme con Santa, el turrón y la sidra en este exilio. Y aprender que en definitiva Melchor, Gaspar y Baltasar sólo fueron invitados al Baby Shower más humilde de la historia, con regalos de lujo como mirra, oro e incienso para el niño que dividiría en dos la historia de la humanidad. Antes de Cristo y Después de Cristo pasó a ser, más que una señal en el tiempo, un largo paréntesis donde el amor y el odio sazonaron la nueva religión.
En Cuba estuvimos diciendo Merry Christmas hasta el 1 de enero de 1959. Después pasamos al Feliz Navidad, que eliminamos en 1970 bajo los machetazos de la zafra de los 10 millones. Con el último machetazo se fue Santa Claus al norte y nunca más volvió. Hizo bien, porque después del hambre que pasamos tras el culillo azucarero del comandante, si Papa Noel se aparecía por la Habana Vieja le hubieran almorzado los renos, y el trineo estuviera hoy siendo utilizado para acarrear tanques de agua o mudanzas de gente pobre.
Soy de esa generación de cubanos que crecimos creyéndonos el cuentecito dulce de Santa, los Reyes Magos y la estrella de Belén, hasta que llegó otro barbado y ocupó el papel del gordo rojiblaco. Recuerdo aquel 25 de diciembre cuando perdí la inocencia. Yo no entendía que quería decir Mamá con aquello de un juguete básico y otro adicional. Sólo esperaba que Santa me dejara el traje de Zorro que le había pedido, y a mi hermano el de Supermán que tanto deseaba. Apenas dormimos. Ni tampoco disfrutamos la cena de ese 24 de diciembre de 1960. Con mi hermano nos pusimos de acuerdo para hacer turnos de guardia y vigilar la llegada del viejo de los juguetes, pero al final el sueño nos rindió.
Nunca antes el Viejito Pascuero -como me enteré montones de años después le llamaban en Chile- fue tan esperado en un humilde hogar. Al dia siguiente, bajo el pequeño pino cortado por mi papá, a escondidas en el Mauseoleo del Cacahual -“Maceo no se pondrá bravo por una rama de casuarina menos”, nos dijo, porque allí, en esa loma habanera, descansan los restos del Titán de Bronce y su ayudante Panchito Gómez Toro- estaban, envueltos en papel de estraza, los regalos añorados: un sombrerito negro y una espada de plástico para el justiciero de California; y una capa y un calzón rojo para el Superhéroe de mi hermano. Capa y calzón sospechosamente parecidos a la saya roja que usaba mamá en sus dias festivos. Había también un par de antifaces negros con rayitas grises, similar al viejo traje de mi padre. Para mi hermana, una muñequita Lilí con cara de retardada mental y ojos estrábicos. “Un defecto de fábrica”, decía mi mama, refiriéndose al juguete, no a mi hermana. Creo yo.
Recuerdo que cuando salimos a la calle disfrazados de Zorro y Supermán, los jodedores del barrio comenzaron a llamarnos los Zorrocos o los Zupermanes, de tal forma que sombrero y espada fueron a parar a la basura, y capa y calzones rojos terminaron en vestiditos para la muñeca bizca.
Con el tiempo, el 24 de diciembre y el 6 de enero desaparecieron del almanaque revolucionario, pero seguimos aferrados a las celebraciones del 31 de diciembre, aunque a veces conseguir la cena era más difícil que sacarse el bombo de la lotería de visas para Estados Unidos.
Tengo un recuerdo muy especial de una de mis últimas cenas de fin de año en Cuba. Corría 1994 y la cosa estaba color de hormiga loca en cuanto a comestibles se trataba. La libra de carne de cerdo estaba mucho más alto que aquella banderita cubana que paseó por el cosmos el primer cosmonauta cubano, Arnaldo Tamayo Méndez. Un mulato de Baracoa, jodedor y borrachín, que bajó del espacio con las manos hinchadas, pero no por los efectos de la gravedad, sino por los manotazos que recibió de su compañero de aventura cósmica, Yuri Romanenko. El ruso se la pasó todo el tiempo tratando de que el guantanamero no tocara los controles de la nave, no se fueran a convertir en basura cósmica, girando eternamente alrededor de la Tierra.
Ese diciembre me agarró más pelao que una tusa de maíz transgénico. El salario de ese mes casi lo había gastado en arroz, frijoles negros, un racimo de plátano burro, y un poco de queso y leche para mis hijas. Todo comprado a un guajiro que sólo abastecía a confiables clientes clandestinos. Un 31 de diciembre sin carne de puerco y yuca, es billete seguro para entrar con mal pie en el año nuevo. Así que, agarré unas botas casi nuevas, par de pantalones de trabajo, el traje prestado que usé en mi boda y nunca devolví, y otras cosas más, y salí en bicicleta para el campo. Dando pedales desde Playa llegué hasta casa de Pancho Puntilla en Punta Brava. El tal Pancho era un guajiro con el que antes había hechos otros negocios. Más bien trueques. Le cambié las botas y los pantalones por un puerquito de unas 80 libras, ajo, cebollas y unas yuquitas raquíticas.
Fue a Pancho a quien se le ocurrió la idea de disfrazar al puerco. La única forma de pasarlo por delante de los controles policiales en la carretera era sentarlo en la parte de atrás de la bicicleta, como si fuera mi hijo que iba de paseo al campo en la parrilla de mi Forever china. Después de muerto y desangrado, vestimos a Manolo -como le bauticé- con el viejo traje de bodas que Pancho no quiso ni mirar. Le pusimos una gorra de los Industriales, mis gafas negras, guantes viejos que Pancho no usaba, y medias en las patas traseras para disimular sus pezuñas. Lo acomodamos en la parrilla, y Pancho lo sujetó con una soga amarrada a mi cintura. Tuve la suerte de no topar con ningún policía. El único incidente fue en el semáforo antes de bajar la loma de Puentes Grandes, cuando un chofer de un lada estatal me advirtió que “el niño se le está cayendo, parece que de sueño”. Testigo de mi hazaña porcina fue Lazarito, el fotógrafo del INDER que vivía en Mariano, y en cuya casa hice una parada técnica para ajustar a Manolo, que se había escorado a la derecha.
Fue un fin de año maravilloso. Juro que me dio un poco de tristeza cuando vi a mis hijas atragantarse de chicharroncitos y masitas de puerco provistos por el pobre Manolo. Brindo por tí hoy Manolo, con este vino El Cubano que lleva mi nombre, regalo de mi amiga Claribel cuando visité a Buenos Aires este año.
Ahora que se está usando mucho eso de de “Felices Fiestas” para descristianizar las celebraciones decembrinas en nombre de lo “políticamente correcto”, prefiero ir contracorriente y desearles a todos mis amigos una Muy Feliz Navidad y un Próspero Año Nuevo, lleno de Manolos y bendiciones del señor.
Pablo de Jesús
Los Angeles, 25 Dic/2016
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