Miro al espejo y veo a un señor mayor con cara de asombro. Arqueo la ceja derecha y él hace lo mismo con la izquierda. Guiño el ojo diestro y el otro me imita moviendo el siniestro. Abro la boca, me rasco la cabeza, levanto una ceja y el de enfrente replica con iguales gestos. Ese tipo con canas en las cejas, barbita nevada, arrugas en los ojos, una barriga contumaz y mirada de asombro se ha robado mi cuerpo. Los ojos que miran desde el espejo me son ligeramente familiares: ojos curiosos y llenos de inviernos y primaveras que se fueron entre veranos y otoños. Ojos que están de regreso de todos los pesares y alegrías. Nos quedamos mirando el intruso y yo, y al cabo le pregunto: ¿Quién se robó mi juventud?
El tiempo me ha agarrado desprevenido. Ayer era joven, atlético y emprendedor, y hoy soy añejo, lerdo y precavido, aunque mi mente sigue en estadío de optimismo permanente. La vejez pesa más en las piernas que en el alma. El invierno de la vida me ha tomado de sorpresa y me pregunto: ¿A dónde se fueron esos años? ¿Por qué volaron tan de prisa? ¿En que momento clausuré mi juventud?
Uno sabe cuando pasa de la niñez a los asuntos, pero rara vez palpa cuando esos asuntos se convierten en cartas amarillas de un sólo remitente. El peligro de voltear la vista atrás es idealizar los viejos tiempos y quedarse anclado en la nostalgia. De joven pensaba que hacer siempre lo incorrecto era dejar tu marca en el muro de los inconformes. Ahora, con los huesos más cansados, he aprendido que hacer siempre lo correcto es la forma expedita para morir de aburrimiento. La vida sin retos es un café aguado, y con demasiadas metas es el té de las cinco servido en jarritos de aluminio.
Si lo pienso bien, no tengo que hurgar mucho para saber donde están escondidas las hojas que el tiempo le arrancó a mi calendario: Están germinadas en mis hijas, en las horas invertidas en mostrarles el sendero y en los nietos que vendrán a mirarse en este espejo. Están en el recuerdo de los amigos que he sembrado en el camino y los enemigos que he dejado en las esquinas del olvido. En las noches de vigilia y los dias de retozo. Están en la ropa que de pronto no me cabe en este cuerpo tan cambiante. En las viejas canciones y películas borrosas. En la sonrisa luminosa y las lágrimas de amor que han trazado mi camino. Andan desperdigados por el mundo, en cada cama que dormí, en cada camino que transité. Están en los cómo donde y cuando que he dado por respuesta a las trampas del destino, y en las justificaciones de mis muchos desaciertos. Están dentro de mí, como cuenta bancaria de la que iré sacando poco a poco para bajar el último tramo de la escalera, ese que va de los recuerdos a la tierra.
Dicen que la vejez es la más dura de las dictaduras; la grave ceremonia de clausura de lo que fue la juventud alguna vez. Llegas a los 66 pensando en lo lejos que aún está el 99, y aterrado al descubrir que 69 ahora es colocarse a un paso del abismo. Ya no envidias a tus amigos cuando dicen que lo hacen cinco veces en la noche porque se refieren a los viajes que dan al baño y no a retozos en la cama. Te alegran los dolores de cada amanecer porque el dia te levantes en la mañana y no te duela nada, probablemente signifique que estas muerto.
Ahora que mi cuerpo toca las campanas de una nueva aventura, ilusiono disfrutar los amaneceres al borde de una taza de café, y las caídas de sol de lentas digestiones. Estoy a punto de abrir la tercera puerta de la Vida. La primera es cuando nacemos, nos dan una nalgada y nos lanzan al otro lado a descubrir el mundo. La segunda nos abre el camino a la juventud, y dura un suspiro de almanaque. Y la tercera se adentra en un mundo donde los años son activos a futuro o acciones devaluadas.
Daré vuelta a la página de una profesión que he llevado pegada a la piel por 40 años y me ha permitido conocer mundo, amigos y costumbres de otros lares. ¿Cómo será despertarse en la mañana y no pensar en notas pendientes, entrevistas o viajes programados? Saber que me acostaré y levantaré en la misma cama el resto de mis años reconforta, pero a la vez inquieta. ¿Lo podré soportar?.
Confieso, que aunque tengo muchos planes para ese futuro sin prisas, siento algo de aprensión al iniciar este viaje hacia el ocaso. Es como tener todo el equipaje de tu vida dispuesto ante la puerta de salida por la que no se puede ya volver. He visto mucha gente difuminarse en gris después que se retira debido al exceso de rutina. También conozco a otros que dicen disfrutar los mejores años de su vida. Voy a empujar esa nueva puerta con una mezcla de alivio por haber llegado frente a ella. Lo haré confiado en que aún me quedan letras por poner en este papel en blanco que es el presente sin sorpresas.
Ya no me inquieta saber si me convertiré en una nube de humo flotando en la memoria de mis escasos conocidos, o en la foto sepia colgada en la pared, con las arañitas mustias del olvido tejiendo sus trampas para atrapar las moscas que cagarán el cristal de mi eterna lejanía.
Hay un punto del camino en que ya no puedes regresar al pasado porque los senderos se han borrado y el futuro es algo más que levantarse de la cama. Miro al tipo del espejo, le hago una seña, y él me dice: cuida el presente, porque en él vivirás el resto de tu vida.
Pablo de Jesús
Diamond Bar, CA
Julio 1/2017
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