Lo confieso. Soy gordo, soy pecador. Soy un tipo a la vieja usanza. Me gusta la cerveza de botella, el ron añejo y el Johnny Walker a la roca. Prefiero un buen bife con papas fritas a una ensalada verde. Aunque en ocasiones me avergüenza mi panza rebelde a toda regla, y hago promesas de dietas que al día siguiente se me olvidan, me desorbito cuando me ponen delante un chicharrón de puerco, de esos largos y crujientes que encuentras en cualquier cafetería de Miami. Barritas energéticas que chorrean los recuerdos como la grasa que cae de nuestros dedos.
En algún momento, entre los cientos de monumentos de todo tipo que existen en Cuba, habrá que hacerle una estatua al cerdo. Si ya tenemos una de Ubre Blanca -aquella vaca revolucionaria que desafió el bloqueo con la magia de sus tetas-, otra de un Gallo en Morón y hasta una en bronce del toro Rosafé Signet -tatarabuelo de Ubre Blanca-, me preguntó por qué no se le ha hecho justicia al chancho. Cierto que hay otro puerco que ya tiene una estatua de piedra en el cementerio de Santiago de Cuba, pero ese no cuenta. Y no estoy hablando metafóricamente. Por mucho tiempo estuvo en la esquina norte de Santa Ifigenia la tumba de un tal Silvino no sé qué, con un pequeño cerdo de piedra encima de la tapia y una lápida que decía: “Que el señor te reciba con la misma alegría con que te despedimos este 31 de diciembre”. Lo descubrí mientras hacía un reportaje en ese lugar (publicado en Granma bajo el título “El viejo enterrador de la comarca”). Los sepultureros de entonces me dijeron que Silvino fue un santiaguero bebedor y cumbanchero, que tocaba la corneta china en la conga de Los Hoyos. El hombre murió después de un atracón de carne de puerco un 31 de diciembre.
Tampoco se la ha hecho justicia a otro personaje heroico de nuestra patria: la gallina. Recuerden aquella plumífera del Guaso que entró al libro de Récords Guinnes tras poner el huevo más grande del mundo. El culo le quedó para el desguace, pero la compañera gallina -federada y cederista ella- puso bien alto el nombre de la patria. Y sin formar tanto aspavientos, como esos diploterroristas que confundieron las mesas de la ONU con las tumbadoras de Tata Guines o peor, con Damas de Blanco en misa de domingo. Que una cosa es defender la revolución a culo limpio, como nuestra gallina oriental, o la tropa de choque de Mariela Castro, y otra es echando los cojones por delante, digo yo. Dicen que Silvio Rodríguez quiso versionar a Joseíto Fernández, pero su Gallina Guantanamera no pasó la censura.
Pero hablábamos del chicharrón de puerco y su papel en la salvación del alma cubana. Chicharrón que, como otras muchas cosas de la vida, cada día se aleja más del cubano de a pie. El cerdo es la única fuente de proteína a la mano para paliar el hambre hereditaria, toda vez que la carne de res es un rubro de lujo, limitada a restaurantes privados y a las mesas de la nomenklatura. Comer carne de res es un delito para el resto de la población, que se la juega al mercado negro, donde una libra cuesta el salario de tres días de un profesional. Los matarifes clandestinos de vacas, chivos, ovejas y caballos, se han convertido en los nuevo Robin Hood del socialismo, siempre robándole al rico (el estado), para ayudar a….los que tienen dólares. Gente ésta de cuchillo largo, con una mantra de bandera: “todo lo que tenga cuatro patas y se mueva, se va del aire”. El pollo se está convirtiendo en rara avix, y el pescado corre la misma suerte que la carne. Cuando le digo a uno de mis amigos extranjeros que en una isla rodeada de mar hay varias generaciones de cubanos que nunca han visto un camarón o una langosta, me miran con cara escéptica. Les cuesta trabajo comprender que en el socialismo tropical de la isla, comerte un camaroncito encantado te lleva directo al tanque como mínimo por tres años. En cambio, el cerdo sigue ahí, confiable y caro, pero dando la cara por esa Involución Cubana. Tan noble, que es el único cuadrúpedo cuyo pellejo termina en chicharrón.
Según reportes, la carne de puerco cuesta hoy en La Habana 45 pesos la libra, por lo que con un salario mensual promedio de 767 pesos (29,6 dólares al cambio oficial), el cubano de la isla necesita dos días de trabajo para comprarse un pedacito de cerdo. O un año de sueldo para adquirir un puerco entero. Confieso que cuando estuve buscando datos sobre el salario me asombró la cifra. No puedo certificar como cierta la cifra que tomé de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información de Cuba, único lugar donde hay guayabas todo el año (aclaración a mis amigos extranjeros: para un cubano, una mentira es una guayaba).
En Miami, el cerdo también se ha puesto por las nubes Con el salario mínimo de la Florida en $8.25 dólares la hora, necesitas poco más de 60 minutos de trabajo para comprarte un poco de chicharrón en El Palacio de los Jugos, donde según un amigo que me hizo el favor de comprobar los precios, la libra anda por los $9.99 y en $4.60 la tirita. Es una verdad comprobada que el puerco americano, aunque rubio y lleno de esteroides, es la piedra a que se afinca el cubano del exilio para capear el temporal de su nostalgia. Aunque no sepa igual, y nos ponga el colesterol por las nubes, siempre tendrá un lugar de honor en la mesa del 24 y el 31 de diciembre, en cumpleaños y bautizos, bodas y funerales.
A su vez, el modesto chicharrón tiene plaza de privilegio en el gusto de curdas y dentistas. Nada mejor que grasa chicharrónica en el estómago cuando se baja una botella de ron. Y nada peor para los dientes que un chicharrón de verraco viejo. Tan cubana es la palabra que la usamos para muchas cosas: darle chicharrón a alguien es mandarlo al otro mundo sin pasaje de regreso. Ser un chicharrón en Cuba es la más baja categoría en la escala del guataca.
Claro que los que viven en el exilio pueden optar por apegarse a otras fuentes proteicas si no les gusta el cerdo. Desde la soya hasta un enorme bisté con papas fritas. O ser vegano, si quisiera. El libre albedrío en la mesa es consecuencia del libre albedrío político. En las dictaduras de partido único, todo se limita a una sola opción. O eres comunista o disidente. O pollo por pescado, masa cárnica o picadillo de soya. O estás conmigo o contra mi.
De manera que el cerdo viene siendo algo así como el carnét de identidad de los cubanos dondequiera que estén. Ya lo dijo Milan Kundera en su Insoportable levedad del ser: “el alma no es más que la actividad de la materia gris del cerebro”. Un cubano sin carne de puerco para festejar o conmemorar, es un alma en pena. Un cubano sin chicharrón es un zombi sin GPS, lo mismo en el paraíso socialista que en ese llamado infierno capitalista.
Pablo de Jesús
Noviembre 3/2018
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