JUANITO EL TROMPETA
Juanito habla en voz alta. En ocasiones hasta grita. Gesticula y enfatiza palabras e ideas con las manos, como todos los cubanos, y aprieta los labios con cierto furor -como si aún estuviera tocando en su orquesta de medio pelo en Cuba-, cuando su interlocutor se atreve a dudar de lo que dice. Juanito es un cubano de los que cuando no llega, se pasa, pero con un corazón más grande que el do de trompeta que solía dar para arrancar la conga en el paseo de los carnavales. En Cuba, tuvo una vida bohemia, pero suficiente para llevar los frijoles a la casa y todavía jugarse al cubilete una ronda de cerveza con sus amigos músicos. Dice que lleva la música en la sangre y el pentagrama es su almohada. Asegura convencido que “el día que me vayan a hacer una transfusión tendrán que usar una aguja de tocadiscos”.
En Estados Unidos tuvo que aparcar la música y ponerse a trabajar en lo que apareciera. Hasta que entró como chofer en una gran compañía, y luego de 40 años se retiró. Se mosquea cuando le llamo Juanito El Trompeta, y me responde: “Yo no soy trompeta porque nunca fuí chivato. Yo soy trompetista”, y para que no queden dudas de su filiación, añade: “…y trumpista”.
Mi amigo Juanito se molesta cuando escucha de los trabajos que pasan esos inmigrantes que ahora caminan hacia el sueño americano, rompiendo fronteras con sus sueños de esperanza. Recuerda que él también arriesgó su vida en trance similar, peleando contra coyotes y el clima para ingresar a Estados Unidos, cruzando a nado el Rio Bravo, como un mojado más, y arrastrando en su fuga desde Cuba a su mujer y tres hijas. Pero más se molesta, y las venas del cuello se le hinchan -tanto que temo le de un soponcio-, cuando recuerda cómo, por culpa de un “hijoeputa guardia fronterizo”, él y su familia tuvieron que vivir casi como ilegales en este país durante 15 años. Todo, porque el funcionario que los recibió en la frontera les negó el derecho a acogerse a la Ley de Ajuste Cubano, tan sólo “porque le salió de los timbales”, dice Juanito, en su jerga de ex-músico callejero.
“En aquello años de 1970, después de la misinguilla del Cabrón en Jefe con la Zafra de los 10 millones, el mambo se puso duro en Cuba, y mucha gente arrancó pa´l norte como pudo”, rememora, sentado en el patio de su casa, con una taza de café en una mano y un tabaco en la otra. Los aromas se mezclan con los recuerdos.
“La gente emigraba hacia Estados Unidos sin saber qué había una dichosa ley que otorga refugio seguro y estatus legal a los cubanos que huían del comunismo”. Juanito me explica que el funcionario les había dicho que la ley había sido suspendida por tratados migratorios entre Cuba y Estados Unidos, y que “todo refugiado era tratado como un indocumentando más, así fuera de Cuba o de la Conchinchina”.
“Ya habíamos cruzado en la noche, y en la mañana estábamos en la estación de guagua cerca de El Paso, pa´coger una rumbo a Los Angeles, cuando se presentó aquel gringo de la migra y nos fue señalando con el dedo, uno a uno, y luego nos montó en una van cerrada y nos llevó a oficina de inmigración”, recuerda Juanito.
“No había fallo. Los cinco éramos los únicos de piel blanca entre tanta gente mestiza, que también había cruzado con nosotros”, añade el músico.
Juanito se empeña en decir que en aquella época, con Carter de presidente, habían quitado la Ley de Ajuste Cubano, y por eso él y su familia fueron tratados como cualquier indocumentado. “Carter quería congraciarse con Castro y hacer las relaciones, y por eso congeló la Ley de Ajuste Cubano”, explica Juanito. Le replico que la Ley nunca se quitó, ni un sólo dia, desde que el presidente Lyndon Johnson la proclamó el 2 de noviembre de 1966, pero él se molesta, y como buen cubano que no le gusta perder una discusión, replica: “Que no coño, que no. Sí la suspendieron entonces. Tu no sabes de lo que estás hablando”, y las venas del cuello se le hinchan. Lo dejo correr, porque temo que a sus 72 años le de un infarto, aunque Juanito está más sano y más fuerte que el toro canadiense Rosafé Signet. En el fondo, sé que su encono no es contra mí, sino que su molestia viene fechada de hace 40 año, y es con aquel oficial de inmigración que se pasó por el trasero la Ley de Ajuste, a Johnson y al Congreso americano.
La historia de Juanito es una más entre la colección de cuentos de horror, misterio y ciencia ficción que atesora la diáspora cubana. Historias de gente que deja atrás un mundo conocido para adentrarse en otra dimensión de la que no tienen la más mínima idea.
“Yo nunca estuve de acuerdo con aquella Revolución ni el loco ese que se ha robado mi país”, afirma. “Sí, es verdad que antes de él llegar yo a veces tenía malas rachas, como todo el mundo, pero era un hombre libre, que tocaba lo que quería y donde quería, y como no me metía con nadie, nadie se metía conmigo”, apunta.
Recuerda como tuvo que hacer carambolas para salir de la isla, venderlo todo, hasta su querida y vieja trompeta, para reunir el dinero con qué pagar el soborno al funcionario de la embajada de México en La Habana, quien le facilitó las cuatro visas.
“Después de recorrer casi todo México, llegamos a media mañana a un lugar que le dicen Paso del Norte, o algo así. Compramos unos tacos y nos sentamos en un parque a esperar que fuera de noche y nos viniera a buscar el coyote para pasarnos al otro lado”, recuerda.
“Mis niñas estaban chiquitas, y yo lo único que tenía para defenderme era un cuchillo que había comprado en una ferretería en uno de los pueblos por los que pasamos”.
Cuenta que atravesaron a pie el Río Bravo, agarrados a una cuerda que iba de lado a lado, en una noche a oscuras, y él con la más pequeña encaramada en los hombros.
“Tan pronto toqué tierra americana me agaché y le dí un beso, tiré el cuchillo al agua, y eso fue lo que me salvó, porque si me lo llega a agarrar la migra me complica. O tal vez, quién sabe qué le hubiera hecho a aquel americano rubio. Tan encabronado estaba”, afirma, mientras va desgranando los recuerdos, que se pierden en el humo del tabaco. Es el padre de mi asesora financiera, y lo conozco hace montones de años. Negado a la foto, no quiere aparecer en Facebook, pero acepta que cuente su historia.
Tras una semana en el centro de detención, Juanito y su familia recibieron un parole y fueron a asentarse en San Fernando Valley, donde vivía su hermano, músico también. Les tomó años desenredar la maraña legal para convertirse en ciudadanos estadounidenses, porque cuando los agarró la migra no tenían ningún tipo de documentación. Los pasaportes se los habían quitado los coyotes, que les dijeron se hicieran pasar por mexicanos porque era más facil atravesar el país. “Así que cuando nos agarraron nos ficharon como illegal inmigrants. Aquel cabrón gringo nos vio cara de cubanos, pero después decía que éramos costarricenses o panameños”, afirmó mi amigo.
“Por eso te digo que sé como sienten esa gente que viene en camino. Todo el mundo tiene un sueño… pero hay que hacer las cosas bien, de forma legal. Tú no puedes entrar a casa ajena así como así”, apunta, señalándome con el tabaco en la mano. Estuve a punto de recordarle que él también entró sin invitación. Pero recuerdo que la Ley de Ajuste ha sido una invitación permanente por 60 años para que los cubanos podamos escapar de una tiranía, aunque muchos olvidan eso y al rato de legalizar su estatus ya están de vuelta en Cuba. Le digo a Juanito que entonces es mejor dejar entrar a todo el mundo. Para facilitar las cosas, cada uno podría acoger a una familia inmigrante en su casa, y él me responde: “¡No jodas!”. Hace una pausa, me mira y dice: “Tu sabes que Trump no puede abrir las puertas porque se le crea un precedente. ¿Acaso Obama no ha sido el presidente que más ha deportado? Ustedes los demócratas tienen la memoria más corta que el rabo de un perro mocho”.
Le aclaro que yo soy tan republicano como él, y me contesta: “¡Pues coño, no lo pareces!”. Después, cae en cuenta de que lo estoy provocando, y me suelta un “¡vete a la mierda!”, que retumba en el techo de guano del merendero que se ha construido en el patio de su casa, y donde suele a veces castigar a los vecinos con sólos de trompeta. Me mira, abre dos cervezas Corona, y nos echamos a reir.
Pablo Jesús
Noviembre 2018
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