Tengo la casa llena de escritores. Se han enterado de que recién me he retirado y han venido al festín de iniciación de alguien que ahora dispone de todo el tiempo del mundo para holgazanear en un butacón mientras lee un libro, toma un chocolate caliente, y en la chimenea chisporrotean los leños. Imagen idílica que no es mi caso, porque no tengo chimenea ni me gusta estar dándole al cacao todo el tiempo, sino solo en invierno. En mis libreros se apretujan cerca de 600 libros, y en los cajones aún sin desempacar, esperan turno otros tantos.
No cuento los que he perdido por el camino entre préstamos, olvidos en aviones y aeropuertos, y desastres naturales, como aquella vez en que el calentador de agua en el garaje se reventó, y me arruinó la Caja Cuba, como le escribí por fuera, con la colección completa de José Martí, libros de Miguel de Carrión, Carlos Loveira, Samuel Feijoo, Lezama Lima, Amir Valle, y el único que tenía de Onelio Jorge Cardoso. Taita diga usted como. “Al final ustedes también terminaron de balseros”, pensé, mientras los veía nadando en el agua turbia que salía a borbotones del viejo water heater. El de Cardoso fue el único que conservé, y anda aún por ahí en el librero, todo despachurrado e hinchado, pero vigente como uno de los mejores amigos de mi infancia. Tenía también La Historia me absolverá, que compré junto al Mein Kampf de Adolfo Hitler en una librería de viejos en las Ramblas de Barcelona. Lo hice para compararlos pero nunca pude completar la faena. Al final, ambos fueron pasto de las llamas. Los usé como combustible para prender los troncos húmedos de la chimenea, una gélida noche de invierno en las montañas californiana de Lancaster en que una ventisca nos había dejado sin corriente eléctrica.
Son tantos libros, que en la más reciente mudanza, uno de los agencieros exclamó asombrado:
–¿Y usted se ha leído todos esos libros?, preguntó, y acto seguido quiso saber cuántos hijos tenía. Al responderle que solo dos, acoto: –Ahora entiendo por qué yo tengo siete chamacos. Si apenas paso de la página de deportes de La Opinión.
Confieso ser un lector compulsivo, de los que devoran tres o cuatro libros a la vez. Si son de papel, marco donde me quedé con el pésimo método de doblar la página, mientras los marcapáginas de todo tipo duermen el sueño de los justos en las gavetas de casa. El único que conservo a mano es uno de madera fina que me trajo mi hija pequeña de su último viaje a Israel. Como marcapáginas es un engorro, pero para rascarse la espalda no tiene precio. También dispongo de una tablet, obsequio de mi hija mayor, en la que atesoro cerca de 100 títulos, desde Las 1000 y una noches hasta Hombres sin mujeres, de Haruki Murakami, el Ernest Hemingway japonés. Y como lector compulsivo, no tengo preferencias en cuanto al lugar para educar mis neuronas. Si el libro me atrapa, lo disfruto lo mismo en la terraza, en una tumbona bajo las matas de roble del patio, que en la solemnidad del váter. A tenor con la modernidad, había instalado un sensor de movimiento en el baño (de esos artilugios que activan la luz cuando entras), pero me la pasaba más tiempo aplaudiendo que leyendo o haciendo la otra cosa, y lo cambié por un sistema normal.
La mayor parte de las veces, cuando me pongo a leer en plan sofá, o acompaño a mi esposa a ver uno de esos bucólicos seriales ingleses que le encanta dispararse, termino dormido en menos de cinco minutos. Mis ronquidos complementan los grititos de las señoritas inglesas de la TV cuando chismean mientras toman el té de las 3 pm. O de las cinco, que ahora no me acuerdo bien del protocolo que rige en la orgullosa Albión. Costumbres de gente fina que mi doña intenta que yo adopte. Más, pese al juego de tazas de porcelana inglesa que compró por Amazon, yo sigo aferrado al más burdo protocolo del café saboreado justo a la hora en que mataron a Lola, en mi ordinaria tacita de siempre, con la bandera cubana.
Tiro la vista y ahí los veo, a todos los escritores de mi propiedad, agolpándose, apiñándose unos sobre otros, a la espera de su lugar en los anaqueles. Ahí están Ken Follett, Mario Puzo, Julia Navarro, el infaltable Bukowski, Stephen King, Tom Clancy, Murakami, Reynaldo Arenas, Isabel Allende, Pérez-Reverte, Umberto Eco, Vargas Llosa, y mis amigos Amir Valle, Armando Añel, José M. Fernández Pequeño, Claribel Terre Morell, Nuvia Ines Estevez, Armando León Viera, Manuel Gayol, el siempre recordado Lazarito Echemendía, Alfredo Hernandez con su impactante Carreta de la libertad, y mi querido hermano putativo Gustavo Borges, con su obra prima Los durus del maratón, que va más allá de un libro de entrevistas a maratonistas. Toda una oda a la voluntad del ser humano para superar escollos. También hay muchos otros autores que no nombro por falta de espacio, no en el librero, sino en la memoria. Y ahí, entre tanto fuste, está perdido mi primer libro en Estados Unidos, más bien el prototipo de lo que será: Hablar en cubano, una recopilación de las crónicas y tonterías que suelo poner los domingos en este Facebook, para que algunos, como Jose Luis Rumbaut Lopez, puedan disfrutar el café mañanero de un domingo tranquilo.
Este domingo lo dedicaré a ordenar ese librero. A darle a cada autor su piso propio. Me los imagino en las noches, mientras duermo, peleándose por un lugar en la cola, que de seguro es organizada por uno de mis compatriotas escritores. Veo a Mario Puzo y a Tom Clancy preguntándole a un Gustavito que se quiere colar, aquello que dicen los yankees educados para no mandarte a la mierda: “Are you in line?”, mientras una poeta que conozco, suelta una turbia carcajada.
Pablo de Jesús
Septiembre 2018
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