Cuando mi hija lo trajo a casa una fría noche de diciembre, como regalo de navidad para su hermana mayor, era una pequeña bola de pelo blanco, hocico negro y unos ojos vivarachos y curiosos.
-Es un German Sheperd -dijo mi hija, y yo respondí escéptico: -¿Un pastor alemán blanco? Humm. ¿No lo habrán pintado?.
-¡Papá! Que no estás en Cuba. Y dile German Sheperd, que él no es ningún alemán-, me replicó ella, y yo acepté al germano en casa, con la misma resignación que se acepta a ese otro alemán de nombre extraño que nos achicharrará algún dia el chip de la memoria.
Le bautizaron Fenris, como el guerrero élfico que ayuda a los esclavos a romper sus cadenas. O al menos, así me lo explicaron ellas. Si por mí fuera, le habría puesto Genkis Khan o Atila, dada la ferocidad conque destrozó mis mocasiones preferidos y las chanclas Tommy Hilfiguer que había comprado en el pulguero de Hialeah. En ese invierno frio de hace cuatro años, solía quedarse dormido en el bolsillo de mi abrigo, o debajo de la mesita del centro de la sala. Era una mota de algodón que gruñía y corría en sueños, hasta que despertaba y empezaba a buscar zapatos y chancletas a los cuales desafiar. Pero no se puede negar su innata inteligencia y capacidad de observación. Más que algunos que yo conozco. Bastó un sólo ¡No! para que entendiera que no debía orinarse dentro de la casa. La siguiente vez que le asaltaron los deseos, le abrimos la puerta del patio y allá se fue corriendo. En las noches, me tocaba el ritual de sacarlo a descargar sus aguas, pero yo, de traidor, me quedaba parado en la puerta del patio y le veía alejarse dando brinquitos porque aún no coordinaba la locomoción de sus cuatro patas. Tras aliviarse, regresaba raudo para caer en mis brazos, y juro que por telepatía se quejaba: “Hay un frio del carajo allá afuera tú”. Así nació nuestra complicidad. Después salíamos en pareja a bautizar la noche.
Al principio, yo estaba reacio a ser el amo de un can americano. Pero en procura de la paz familiar, al final me convertí en una estadística: En Estados Unidos hay 83,3 millones de perros, según la Asociación Americana de Productos para Mascotas (APPA), y los dueños nos gastamos unos 50.000 millones de dólares al año en mantenerlas. Alrededor del 65% de la cifra corresponde a comida y gastos de veterinaria, pero la categoría que más creció fue la de “servicios para mascotas”, que alcanzó los 3.790 millones. Entre esos servicios están hoteles, guarderías, pensiones, restaurantes y hasta prostíbulos de lujo para nuestros amigos caninos, según pude ver en un documental hace unos años.
Que en Estados Unidos haya prostíbulos para perros no es nada extraño. Hay quienes le han dejado herencia de millones de dólares a sus caniches, otros los han embalsamado o cremado sus cenizas para luego pagar cifras astronómicas y mandarlos al espacio sideral. Mientras el Alemán crecía, yo tejía planes a futuro y ya me veía con Fenris de visita en uno de esos lupanares perrunos, donde una señora de buen ver me ofrecería un whisky o una cerveza mientras hacía desfilar unas caniches con pompones en la cola y verdaderas geishas en el arte amatorio en cuatro patas. Hecha la selección y acordado el pago, se retiraba la dichosa parejita a una habitación privada de cortinas rosas y seguía yo sólo con mi trago, filosofando sobre temas tan profundos como las conversaciones postcoito de los canes. De tanto darle coco al asunto, un idea me explotó en la cabeza. “¡Este es el negocio perfecto para un retirado!”, pensé. Y le di vuelo al tema pensando extender la clientela a gatos, cotorros y guacamayos machos, serpientes, tarántulos, iguanos y cocodrilos, animalitos que no por gusto Noé los metió a todos en su Arca, incluído el comején que coló en sus bolsillos Sem, el más jodedor de sus tres hijos.
“Bunny Ranch Pet”, pensé llamarle a mi antro canino, en alusión al burdel más famoso del mundo, gracias a un serial de alto rating en la cadena HBO. Un rancho en medio del desierto de Nevada, donde decenas de barbies de carne y hueso complacen peiticiones a gordos millonarios. Más, mi idea de convertirme en proxeneta de mascotas escandalizó tanto a mis hijas, que pasó al Arca de proyectos naufragados por falta de apoyo familiar.
Me gustaría decir que hoy, a sus cuatro años, Fenris es como esos otros perros que se ven en este Facebook. Un caniche que baila, toca el piano, trae el correo, pasa el vacum, hace su cama y limpia la vajilla. Pero no. Mi perro es un personaje inquieto, que me saca de la computadora a golpes de su morro para que vayamos a jugar al patio, tirándole pelotas que trae con entusiasmo una y otra vez, sin cansarse También atrapa balones de fútbol y los deposita a mis pies empujándolos con hocico y patas, como cualquier Messi callejero. La aspiradora fue su enemiga desde que se vieron por primera vez, siendo él un cachorro de semanas de nacido. Hoy sólo basta decir vacum para que salga disparado a buscar el monstruo de plástico que desafía sus ladridos y gruñidos. Otra palabra que lo moviliza de inmediato es “café”. Tan pronto la digo en las mañanas, él arrastra a mi esposa a la cocina y allí vigila que hierva el mágico brebaje para venir a avisarme con un ladrido corto y seco, y que yo vaya a la terraza a esperar mi tacita de droga matutina, mientras él precede a mi mujer en el desfile de la victoria con el néctar negro de los dioses blancos. Luego se sienta en su butaca y nos observa maravillados como vamos despertando a otro nuevo dia. La única habilidad notable de Fenris es su bilinguismo. Responde a órdenes en inglés y también en español. Al menos reacciona abochornado cuando escucha ese “¡Comemierda!” que tenemos en la punta de la lengua los cubanos, y que en ocasiones él se gana como todo buen hijo de perra. Por muy alemán que sea.
Pero es un amigo fiel, que no permite a nadie acercarse a la casa, lo cual ha sido una bendición para alejar a Testigos de Jehová y vendedores ambulantes que tocaban a la puerta. El dia que Fenris dejó de ser el perro de la casa para convertirse en el quinto miembro de la familia, fue cuando salvó la vida a mi hija menor, una amante de la naturaleza que acostumbra a llevárselo en sus paseos por las montañas boscosas cercanas a la casa, o a nadar juntos en las playas de California. Caminaban ambos por un sendero intrincado, cuando el perro se detuvo y no permitió que su ama diera un paso más. Mi hija, que le conoce como una mamá a su vástago, se detuvo, y casi de inmediato escuchó el característico sonido de una víbora cascabel. Un sonido de matraca que eriza la piel y congela el alma, advertencia de ataque de la más venenosa de las serpientes de Norteamerica. El crótalo estaba justo a la orilla del camino, escondido entre la hojarasca y piedras sueltas. Pero Fenris no tuvo miedo. Ladró, gruñó, se le erizó el pelo, hasta que la cascabel se fue con su música a otra parte.
Desde entonces, amo más a mi perro que a muchos prójimos que conozco. Al menos, él no quiere reelegirse indefinidamente; no apalea ni da mítines de repudio; no miente como un demócrata ni desmiente como un republicano. No es de izquierdas ni derechas y su único objetivo en la vida es dar amor sin condiciones ni exigencias. Es sólo un can que mueve la cola de alegría, da lenguetazos en mis manos y se orina en mis zapatos cuando llego a casa de un largo viaje de trabajo. Un perro bueno yyfhgdldlsslsamsndmantxrsippjjjjjjj……. que ahora ha puesto su pata sobre el teclado para decirme que vayamos a jugar.
Pablo de Jesús
West Covina, Agosto/2015
Comments
Lery
1st May 2017 at 1:13 pmMil gracias! He disfrutado mucho esta lectura.