Estoy parado en la puerta de la calle y escucho crecer la hierba en el jardín. Voy a la terraza y la oigo como se empina en busca del sol. Por las noches, siento el murmullo de su estiramiento a la luz de la luna. Es un fru fru que nadie más oye. Se lo digo a mi esposa y me mira con una cara que no me gusta. “No me digas que el sol te ha achicharrado las tres neuronas que te quedaban en el coco”, me dice burlona. Sin consideración alguna para este pobre hombre que suda como un pingüino en el infierno, bajo un sol que de verdad reblandece el cerebro, mientras corta la maldita grama.
Pasto, zacate, césped, yuyos, yerba, grama, como queráis llamarle, se burla de mí con gran desparpajo. La hierba de mi casa crece a la velocidad de un pestañazo, con saña y alevosía. Apenas he terminado de cortar la del jardín, sigo con la del patio y los dos costados, y ya tengo que empezar de nuevo por el frente. Un ciclo que desafía la utopía del movimiento perpetuo. Si hasta ahora los científicos no han podido crear una máquina hipotética capaz de continuar funcionando eternamente después de un impulso inicial, les invito a que estudien mi zacate, como le llaman los mexicanos a esa materia vegetal que en esta parte del país florece estimulada por los furiosos aguaceros y el inclemente sol.
Sé que muchos de los que están leyendo esto se dirán: “Hazte, hazte el extranjero, que tú eres más cubano que el Morro o la Giraldilla (digo, si todavía no han vendido el emblema de La Habana)”. Vaya, que yo nací en el Caribe, donde la naturaleza es tan feraz, que si tiras una semilla de papaya te dará las mulatas más lindas de la tierra. ¡Y mucha hierba de guinea que corté en mi infancia para llenar los estómagos pantagruélicos de las vacas, chivos y caballos de mi viejo!
Mi primer juguete fue un machetico Collins con su vaina. Mientras los demás niños tenían pistolitas de fulminante, capas de Supermán, o arcos, plumas y flechas como Toro Sentado, a mí me daban cada año un machete más grande y un sombrero de guano. Yo embarajaba diciendo que era mi disfraz de mambí, y gozaba viendo como indios y cowboys ponían pies en polvorosa cuando les lanzaba una carga al machete.
Si miró atrás, mi vida ha sido un hierbazal: en la infancia la susodicha guinea; en la juventud me persiguió el marabú y ahora en la adultez este yuyo contumaz, que se burla de mi nuevo y moderno cortacesped español marca Toro. Porque si algo saben los españoles es eso de cortar el piso. Miren lo que han hecho los socialistas y podemitas con Mariano Rajoy, y lo que quieren hacer ahora que tienen el poder: desalojar nada menos que al mismísimo Generalísimo Franco de su nicho mortuorio en el Valle de los Caídos. Maniobra trapera de Pablo Iglesias para darle la plaza a un okupa.
A otro que le están enyerbando el camino es a mi presidente Trump. Sí, ya sé. En los tiempos que corren, declararse trumpista es como confesar en público que tienes una enfermedad venérea. Sifílis tipo Tea Party. Pero igual que me critiquen. ¿Qué le hace una raya más al tigre? Ni la cascarilla que le mandó la madrina Juana Bacallao ha librado al 45 de recibir ataques de todo tipo por haberse dado besos de piquito con Putín. Un acto putinesco, según los progre y la fake news.
Y ahora tengo que dejaros (hoy tengo el gallego pegado al espinazo). Me toca hacer la otra parte del patio. Con esto del retiro estoy tan vago que dice mi mujer si tropiezo el lunes, vengo a caer el viernes. Hace rato ella está ahí, dale que dale conque corte el césped, y yo cerveza va y cerveza viene haciéndome el chivo loco.
-Hace mucho calor. ¿Qué tú crees que dirán los vecinos si salgo a cortar el césped en pelotas? -le pregunto.
Ella me mira, y dice burlona:
-Que probablemente me casé contigo por dinero
Maldita hierba. Va siendo hora de que regresemos al sur de California, donde según Albert Hammond, nunca llueve.
Pablo de Jesús
Florida, 21/7/2018
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