A los padres latinos nos cuesta un mundo desprendernos de nuestros hijos. Hacemos una tragedia de ese momento de separación cuando en realidad debemos alegrarnos de que al fin puedan volar por sí mismos, porque eso es sinónimo de que los educamos bien para enfrentar los avatares fuera del nido. Es tal el impacto de esta separación, que hasta existe el llamado Síndrome del Nido Vacío, una sensación general de soledad que los padres pueden sentir cuando uno o más de sus hijos abandonan el hogar.
Ahora que mi esposa y yo nos hemos quedado sólos, hemos descubierto que existe algo llamado tiempo libre, y lo extraño que resulta no tener que ocuparse de alguien más que nosotros mismos. Aunque añoramos a nuestras hijas, en el fondo estamos orgullosos de que sean dos mujeres perfectamente preparadas para la vida. Mi esposa se ocupó de que aprendieran a manejar un hogar. Yo de que aprendieran a manejar sus autos. Ella les enseñó a arreglar los males del alma y del cuerpo con filosofía y remedios naturales, y yo a arreglar los desperfectos del hogar con una llave, un martillo o un destupidor de caños. Mi esposa les adentró en los misterios del horno de cocina y el tipo de lavado a cada ropa y yo en cosas anodinas como nadar, montar en moto o a caballo. De mi mujer sacaron el sentido práctico y el sacerdocio familiar. De mí, una imaginación desbordada, el deseo de viajes y aventuras, y cierto aire bohemio tintado de poemas y colores. Son mujeres fuertes, sin temor a la vida y amantes de la vida. Mujeres que salieron a construir su propio nido, y ya van mucho más adelantadas que nosotros cuando teníamos su edad.
Hoy ambas viven en diferentes estados, y aunque el celular es una bendición siempre a mano, esperamos pacientemente que sean ellas las que llamen para no ser inoportunos ni agobiarlas a distancia.
Aquellos que hemos sido bendecidos con hijas hembras aprendemos que existen tres etapas en sus vidas: de niñas, padecen de “papitis”, siempre apegadas a nosotros; cuando son adolescentes, pasamos a ser una especie de banco crediticio con bajos intereses, y ya adultas se convierten en un híbrido entre tu esposa, tu mamá y un cuerpo policial, siempre pendientes de ti, vigilando no te excedas en los dulces, la bebida y los piropos a las féminas ajenas.
Los varones, en cambio, son siempre de la madre, y aunque al crecer se convierten en amigos y compañeros de los padres, nunca dejarán de ser los niños de mamá. De hecho, muchos buscan en su esposa una madre sustituta. A muchos les cuesta dejar el nido, no porque les falten alas, sino porque no saben en que palo posarse. Algunos, forzados por las circunstancias, tenemos que volar antes de que nos salgan alas. Como fue mi caso, que a los 15 años abandoné mi hogar huyéndole al Servicio Militar para refugiarme en el sistema de becas, y cuando regresé encontré que otros pichones más jóvenes me habían desplazado, por lo que tuve que ir a buscar mi propio nido. Pero entonces volé tan alto y tan lejos, que como las golondrinas, emigré al norte y borré el camino de regreso.
Por eso, cuando veo que mis hijas salieron en busca de sus propios nidos, me consuela pensar que no se fueron, sino que la vida se las llevó en sus alas de futuro. Pero saben que el nido estará siempre ahí, presto a recibirlas si algún día necesitan de una brújula para reencontrar el norte de sus ilusiones.
Pablo de Jesús
Enero 13/2018
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