Ella era ciega. Ciega y amargada, porque los colores de ese mundo que se le antojaba ajeno le fueron arrebatados por una enfermedad congénita. Soñaba ver las flores, pero detestaba sus olores. No podía verse en un espejo, admirar su cabellera, su piel fina, su nariz algo respingona. No sabía si sus manos eran lindas o feas. Tampoco si tenía un cuerpo deseable. La curvatura de sus senos, el ancho de sus caderas, la forma de sus pies. Una peca de más o de menos. Un lunar. Las cosas que frenan a una mujer frente al espejo. Una señal de que Dios la había compensado con un don a cambio de la vista. Se sentía fea, y eso la frustraba. Los muchachos que se le acercaban se iban asustados ante tanta pesadumbre, y ella nunca pudo saber si inspiraba amor o compasión. Vegetaba en su tristeza como esas flores necesitadas de luz que se marchitan a la sombra. Su único consuelo era la música. Sin ella, los días hubieran sido una constante sucesión de grises. Le encantaban las canciones románticas, las que hablaban de amores imposibles, despertaban sentimientos y una ganas de besar y acariciar como decían esas letras de boleros para corazones mustios. Pero nunca hubo un galán escaló su corazón, y por ello ignoraba el susurro de esas mariposas que depositan sus caricias en corazones enamorados.
El día que cumplió 25 años, el amor tocó a su puerta de forma caprichosa. Sentada bajo el naranjo del patio, intentando atrapar el viento que se le enredaba en el pelo, escuchó una voz melodiosa acompañada de una guitarra, que desgranaba una canción: “Voy a brindar por ti aquí en mi soledad/pensando en tu cumpleaños/ que jamás el dolor te cubra el alma/que la tristeza no cierre tus ojos/voy a gritar que te quiero sin importarme nada/ voy a brindar por ti por tu felicidad por todos tus deseos”. Era la voz de un joven triste, recién mudado a la casa vecina. Un chico enfermo, le dijeron sus padres, que venía de la capital en busca de un clima más benigno.
Quiso conocerlo, sin saber que él vivió siempre enamorado de ella. Dicen que se fue lejos, a estudiar, pero pocos supieron que se alejó de un amor imposible para no morir de desengaño. Más, la distancia solo le confirmó al trovador que el tiempo no borra las penas, sino que las reparte entre los años vividos para que duelan menos. “Como quisiera hoy aprisionar el sol/adentro de esta copa/después correr a ti/ y en un beso de amor/dejártelo en la boca”. La melodía se le incrustó en la piel y conquistó su corazón. Cuando lo tuvo a su lado le toco la cara para fijar en la memoria de su tacto el rostro de su primer amor. Mitigó sus penas, pero no las espantó. Desde entonces él se convirtió en su sombra. El complemento de su vida opaca; una luz que iluminó su cara ciega y por primera vez le hizo creer que ese rubor en las mejillas, esa necesidad de estar piel con piel, caricia con caricia, era el secreto escondido en las canciones de amor.
“Si pudiera ver el mundo, entonces me casaría contigo”, le dijo ella un día, y rompió a llorar de desconsuelo. Él se sintió esperanzado y le cantó otro verso: “Quédate con quien te bese el alma. La piel te la puede besar cualquiera”.
La gente le decía que ella no era perfecta, que era egoísta en su desgracia. Pero donde los demás veían defectos, él solo cantaba virtudes. “Aprendemos a amar no cuando encontramos a la persona perfecta, sino cuando llegamos a ver de manera perfecta a una persona imperfecta”, replicaba él, citando a otro poeta.
Un día, la joven recibió la noticia de que alguien le donaba un par de ojos. Un donante anónimo al que los médicos declararon compatible. Ella agradeció al cielo el regalo porque ahora podría ver los colores de la vida y los matices del amor en los ojos de su novio. Rezó por el alma de su desconocido bienhechor y le envío un beso. Realizada la operación, él le preguntó: “Ahora que puedes ver el mundo, ¿quieres casarte conmigo?”. Pero ella se sorprendió al ver que el joven trovador también era ciego, y se alejó del horror de su mirada vacía. Le aterró ver en su cara el recuerdo de ese mundo de sombras donde estuvo recluida desde niña. Se mudó entonces a la capital, y saboreó con placer el carnaval de luces de las tiendas de moda, las cortinas del teatro, los vestidos refulgentes y el color de sus creyones de labios. Un día recibió una breve carta de su amante abandonado, y la abrió con indiferencia. Una sola hoja, manchada con lágrimas de sal. Seis palabras que le volvieron a oscurecer la vida: “Solo cuida de mis ojos, querida”.
La tristeza y el arrepentimiento le enfermaron el alma, y un mal traicionero se le coló en su cuerpo. Ella quiso regresar al pueblo, a pedir perdón al joven, y a bañarse en la lira de aquellas cuencas vacías antes de cerrar para siempre los ojos que él le regaló. Se enteró que agonizaba en el hospital, aferrado apenas a un hilito de un corazón destrozado. En un último acto de gratitud, ella le donó su propio corazón, y se fue a volar a esa dimensión donde no importan los colores ni los ruegos. A cambio, él regresó a la vida, y cuando se enteró que ella se había ido, le fue detrás para regalarle su mejor canción de amor: “Te espero en el siguiente sueño, pero no llegues tarde”, clamó su guitarra camino al lugar donde vivirían por toda la eternidad.
La gente del pueblo dice qué si te paras en las noches debajo del naranjo de ese patio, puedes escuchar el canto triste de un cisne que ya no puede volar.
Pablo De Jesús
Julio 15/2018
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