El Maestro hizo un gesto de asombro al ver aquella torre en amenazante posición de jaque. Una torre fantasma, que cinco jugadas atrás se había ido al garete en una emboscada del experto ajedrecista. Se quitó los espejuelos de pasta carmelita, los limpió con un pañuelo blanco, y me lanzó una mirada penetrante, pero yo me hice el loco, sin atreverme a levantar la cabeza. Tras un momento de duda, realizó su movimiento y pasó al otro jugador. Tres movidas más tarde, un alfil se llevó la misma torre, y mi oponente decidió guardarla en su bolsillo. Y así, una por una, fue talando sin piedad el bosque de piezas negras, hasta que casi todo mi ejército estaba en las alforjas de su pantalón azul. El único que había sobrevivido a su hambre devastante era el rey negro.
Tras liquidar a los últimos dos oponentes de la agotadora simultánea, el hombre sacudió su cabeza para quitarse la tensión de haber jugado tantas partidas aburridas. Flexionó los dedos, y ya se disponía a ir en busca de ese café con leche que le habían prometido cuando me vio, sembrado aún ante el tablero, empecinado en seguir escaqueando un imposible. Con un gesto de fastidio, llegó hasta mi puesto. Carraspeó, como diciendo qué esperaba para rendirme a la evidencia de una derrota inevitable.
El ajedrecista había despachado en dos horas a la veintena de lugareños que le enfrentaron en aquella simultánea, a la luz de los faroles del parque, y con sólo los grillos rompiendo el silencio de la noche pegajosa. Pero yo me negaba a rendirme. Inclinar mi rey era inclinar mi orgullo. Cargaba encima el peso de ser el campeón juvenil del pueblo; el llamado a suceder al gran Andres Cabrera, quien tuvo el mérito añejo de jugar cinco partidas rápit transit contra José Raúl Capablanca, en todas las cuales terminó hecho papilla, pero nunca perdió el entusiasmo ni las ganas de enseñar a todo quien quisiera las reglas de un juego milenario. Las tarde de cada domingo, Cabrera sacaba a la glorieta del parque el tablero con el que enfrentó al genio, firmado en una esquina por el propio ajedrecista, y retaba a quien fuera a partidas de tres minutos, en las que era casi invencible. Sólo el profe Valladares y yo teníamos balance positivo frente a él.
El sábado, 24 horas antes de la simultánea, le reté en medio del parque, pero Cabrera sonrió, y con gesto burlón dijo: -Si mañana le sacas aunque sea unas tablas al Maestro, te regalo el Tablero Capablanca.
– Tablas no. Le voy a ganar -dije con la suficiencia propia de los 15 años, esa edad en que uno se cree rey del mundo tan solo por tener cuatro los pelos en el bigote y ninguno en la lengua.
Ser dueño de ese tablero era mi gran sueño. Mi carrera remontaría horizontes nunca vistos. Hasta me veía como el primer Gran Maestro del juego ciencia en mi país. Yo había logrado pulir, junto con mi profesor Valladares, una Defensa Siciliana con la que destruía a mis rivales en menos tiempo del que demoraba el reloj de la iglesia en dar la hora nona. Pero ahora me encontraba al borde del fracaso, machacado a mansalva por un experto que no se inmutaba por nada, ni aún con la maraña de poner de nuevo la torre comida en el tablero.
Con mi rey en retirada, puse en práctica el truco del Loco Ajedrecista. Me lo había enseñado un viejo mañoso que jugaba con más pasión que aplicación. Empecé por fijar la vista en el tablero; la levantaba de pronto, con la mirada de un Bobby Fisher desquiciado, mientras buscaba un punto cualquiera a la espalda del rival. Un falso tic nervioso me hacía cerrar uno y otro ojo alternativamente, en tanto resoplaba por la nariz, como si me sobrara fuelle. Con el Maestro frente a mi tablero, esperando mi jugada, yo estiraba la mano para mover el rey. La retiraba. Miraba al fondo, al tablero, mano, mirada, tic, resoplido, y repetía los movimientos una y otra vez, como un ataque de epilepsia escaqueada.
El Maestro se intranquilizó tanto, que comenzó a echar miraditas preocupadas por encima de su hombro, no fuera que algún loco le diera un trancazo por la espalda. Mi pueblo era famoso por la colección de desvencijados de la memoria que habitaban sus 28 calles y 24 avenidas.
Tal vez por la premura en terminar, o por el relente de la noche que ya comenzaba a humedecerle la calva, el hombre hizo un movimiento apresurado y colocó su peón frente a mi rey, bloqueando la única salida posible con su monarca blanco. Mi negro soberano estaba atrapado en una esquina, ahogado en la orilla, sin posibilidad de ir a ningún lado. Ni tan siquiera al bolsillo del Maestro. Con el júbilo del suicida que se le parte la cuerda justo cuando empezaba a faltarle el aire y a salírsele el chorrito, grité entonces a todo pulmón: “¡Chencha por chencha Guanajay sin tierra!”, y di un manotazo a las tres figuras que quedaban en el tablero. El Maestro dio un respingo y se llevó la mano al corazón. Mi mirada extraviada, el brinco, y el grito de júbilo asesino que me salió del alma, le hicieron pensar que estaba ante el tipo más orate de ese pueblo. De pronto, comenzó a sacarse piezas de los bolsillos e intentó acomodarlas sobre el tablero, con movimientos espasmódicos, hasta que el profe Valladares le puso una mano en el hombro y le dijo bajito:- Eleazar, el muchacho te hizo tablas.
– ¡Coño! ¡Qué susto me ha dado el loco éste tú!”, dijo el Maestro, mientras Valladares se lo llevaba a la barra de la cafetería El Gallo, en busca del café con leche que atemperara sus nervios. Nunca tuve corazón para pedirle a Andrés Cabrera que cumpliera con su apuesta. Sabía que si le quitaba el Tablero Capablanca, Andrés se apagaría para siempre, y las tardes domingueras de mi pueblo nunca más serían lo mismo.
Pablo de Jesús
San Francisco, Abril/2015
Comments
Estrella
15th May 2016 at 9:42 amTodo lo escrito por el autor me gusta