Siempre quise reportar un Mundial de fútbol desde el sillón de mi casa. Por años estuve montado en los aviones arrastrando el culo detrás de la pelotica -como decían mis hijas- y escribiendo lo más políticamente correcto posible para que no me echaran del trabajo. Buscando siempre ángulos diferentes para hablar de una religión llamada fútbol, única donde no importa el Dios, porque el Balón llena todos los espacios emocionales y espirituales de sus practicantes. Es la única religión con Santones para todos los gustos: católicos, cristianos, judíos, musulmanes, hinduitas, budistas y hasta antitrumpistas.
Siempre, también quise escribir las crónicas de un Mundial tal y como me venían a la cabeza en el momento en que metían un gol, daban un trancazo, o cada vez que Luis Suárez soltaba una de sus mordidas televisivas. Por eso nunca me interesó la narración deportiva. Mi espontaneidad me hubiera costado más sanciones que salarios devengados. Y es que no podía evitar, cuando un Messi, un Ronaldo o un Don Juan de los Palotes soltaba uno de esos goles cósmicos, gritar un ¡coño! o un ¡un cojones qué gol! que estremecía a mis compañeros en el palco de la prensa. Mientras todos a mi alrededor gritaban gooool, yo soltaba palabrotas (nunca mal dichas sino mal interpretadas. O cuando un mete tranca (todo equipo que se respete tiene uno) le ponía una zancadilla brutal a un rival y yo gritaba ¡hijoeeeepuuutaaa! Una vez, en el Mundial de Sudáfrica, unos colegas japoneses me preguntaron qué significaba esa palabra que yo soltaba cada vez que agarraban a Messi por la camiseta, y para no ser políticamente incorrecto, les dije que era una forma de alentar al jugador caído. La ordalía que se formó en el palco de la prensa fue de ampanga, cuando los nipones comenzaron a gritar a coro, y a todo pulmón, la peyorativa forma de recordarle la madre a un mortal. Yo, por si acaso, me fuí a redactar para la sala de prensa en la parte baja del estadio, y allá se me apareció uno de los japoneses a despedirse.”Thanks, Big Hijoeputa”, me dijo haciendo una inclinación. Siempre me quedé con la duda si el chino hablaba español. Mi colega Omar, fotógrafo de la AFP, puede dar fe de esta anécdota.
Ahora puedo darme el gusto de gritar cúanto quiera y lo que quiera, y escribir lo que me venga en gana. Como que este Mundial es igual a la carne con papa. Ocho selecciones ponen la carne, y el resto es pura papa. ¡Pero cuánto alimenta esa papa la esperanza de millones de personas! Por un mes las mantiene tan ahítas que olvidan la amargura de los problemas cotidianos. Los Mundiales son tiendas de fantasías, donde los que tienen plata se llevan la ropa de marca y los demás se conforman con copias piratas. Pero igual emociona un gol de Brasil que uno de Panamá, la más cenicienta de todas las 32 selecciones clasificadas. Aunque tengan menos oportunidades que un cojo en un concurso de patadas, los equipos más humildes sienten como un logro haber llegado a un Mundial. Doble logro para los panameños, que por primera vez en su historia pisan una cita ecuménica del balón.
Disfrutaré este Mundial, pese a que mi esposa me ha aislado en la oficina de casa, para que no lastime sus vírginales oídos. Tengo a Fenris de compañero. Llevanta las orejas y aúlla de alegría cada vez que grito un gol, o da un rebufo cuando suelto una de las mías. Va ser un Mundial divertido este de Rusia. Con los hijos de Putín queriendo joderle la vida a los favoritos de siempre, que es lo mejor que saben hacer los Hijos de Putín.
Pablo de Jesús
Junio 14/2018
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