Cuando vivía en Cuba no me perdía una celebración de vísperas de San Lázaro. Me gustaba agarrar la ruta 76, bajarme en Santiago de Las Vegas y caminar hasta el Rincón de San Lázaro, entre miles de fieles del santo, unos dejando el pellejo de las rodillas camino al altar, otros cargando cruces o santitos, muchos vestidos con sacos de yute para cumplir una promesa. Recuerdo que cuando era niño y vivía en Bejucal, a pocos kilómetros del Santuario del Lazareto, debía acompañar cada año a mi mamá, que prometio al viejo de las muletas ponerle Lázaro al quinto de mis hermanos si lo salvaba de la muerte. No sé que tenía el Nené, pero después que la vieja cumplió con San Lázaro, mi hermano se convirtió en el jodedor irremediable que es hoy dia.
Como hace 20 años abandoné la isla, el Lázaro que me toca en estas tierras es el santito triste de la Iglesia de Hialeah, Florida, a la que acudo siempre que estoy en Miami. No soy muy creyente, pero pienso que lo hago por solidaridad con un santo excluído de la Iglesia Romana, porque según los eruditos de Roma, esta persona nunca existió. Pero los negros esclavos africanos le deificaron en Cuba como Babalú Ayé, tal vez porque se vieron reflejados en sus heridas y llagas.
Voy a esa pequeña iglesia de “Jaialía”, como dicen los cubanos, no para pagar promesas -que bastante tengo con mis acreedores-, sino porque es un remanso de paz, y puedo sentarme en una banca a reflexionar sobre las vueltas que ha dado mi vida, y la de al menos otros dos millones de cubanos que andamos regados por el mundo, porque un hijo de puta nos robó los sueños.
Hace un año, me preguntaba en una crónica si las cosas en Cuba iban a cambiar. Justamente, fue un 17 de diciembre cuando Raul Castro y Barack Omaba anunciaron el inicio del proceso para el restablecimiento de relaciones. Todos, los de adentro y los de afuera, le pusimos mucha fe al asunto, pero al final hemos renegado de aquel pacto diabólico.
“Somos parias. Los nuevos judíos errantes. O mejor, los jodíos errantes”, pensaba, sentado en mi banca del Lazareto de Hialeah. Montones de gente entran y dejan sus ofrendas. Pero yo siento que estoy sólo, con San Lázaro inmovil, rodeado de ofrendas, y los perritos famélicos a su lado. Por eso sigo con mi soliloquio. La gente piensa que rezo, pero no: “Ahora mismo hay casi 7.000 de nosotros trancados en Costa Rica y los viejos cagalitrosos que mandan en Cuba los tienen tirados a mierda”, reflexiono.
– Es verdad. El dominó se ha trancao hijo mio -escucho la voz y doy un salto. Miro a mi alrededor y no hay nadie. El Viejo Lázaro se ha bajado del altar, y camina hacia mí.
– El dominó sigue trancao, y lo estará. Esa pobre gente de Costa Rica y otros lares está jodía -afirma el santo, parado frente a mi banca, los perros a su lado.
– No me joda usted Don Lachy, que yo no estoy loco -le digo, e intento levantarme, pero no puedo -Usted no puede salir de ese altar y venir a vacilarme.
– Vamos, deja la guanajá y escucha, que te voy a contar como va ser el mambo a partir de ahora -explica Lázaro, con su voz aguardentosa. Me dieron ganas de preguntarle si en Cuba le metía al Chispa e Tren, pero me callé y le dejé hablar. Me llamó la atención su forma de hablar, pero después pensé que al fin y al cabo era el santo más cubano de mi pueblo. Un cubanazo, vamos.
– Lo primero que quiero que escribas es que me cago en la madre de Raúl Castro y de Obama. Me cogieron pa´l trajín hace un año, anunciando que iban a enterrar el hacha de la guerra -dijo, bastante encabronado- ¡Coño! ¡Qué no se les olvidé que yo soy Babalú Ayé también, y lo que les voy a meter encima es peste!
“Se jodieron”, pensé, y recordé que mi madre siempre decía que Babalú Ayé es el Orisha de la lepra, la viruela, las enfermedades venéreas y en general de las pestes y la miseria.
– Perdón Lázaro, pero creo se te fue la mano y castigaste también al resto de los cubanos. ¡Qué manera de sufrir, compadre! -no pude aguantarme y le solté.
– Te voy a decir la verdad. Lo que pasa es que antes de restablecer relaciones Raúl no lo consultó con su hermano en Punto Cero, y éste cogió tremendo encabronamiento que casi se va del otro lado -explicó el Santo-. Imagínate, que dias antes los santos del caldero le dijeron al viejo que la cosa no estaba para besos de piquito con los yankis, que iba a tronar duro por rumbo de Venezuela.
– ¿Qué caldero? -le pregunté como un sonso.
– Acere, el caldero de Oggun que tenía en Monte Barreto. Y que mudó para el rincón norte de su finca en Punto Cero, pa la parte que colinda con lo que antes era la posada de La Coronela -me aclara, y pienso si este santo trabaja para Google Maps.
– Pero tan mal no le ha ido -le dije- Le devolvieron a los Cinco Latinos, o se lo cambiaron por un viejo desdentado; los turistas están llegando en masa a Cuba; el Club de París le perdonó las deudas; la directora de Radio Martí es una boricua y ya estuvo en la isla buscando señas; las Grandes Ligas y Antonio Castro cuadran la caja para rentar a los peloteros cubanos; y al rato le quitarán el embargo, la ley de ajuste cubano y le devolverán Guantánamo. Alfombra roja completa. ¿Y dices que el dominó está trancao?.
– Trancao, trancao, pero pa’l pueblo cubano. Pero no te preocupes, que antes del próximo aniversario Shangó va a tirar un doble seis y lo va a destrabar -dijo Lázaro, y se fue a su rincón de la iglesia, con sus muletas y sus perros, a hacer las cosas que hacen los santos milagrosos.
“Doble seis, caja de muerto. ¿Pero, de qué año?”, pensé, y salí caminando de esa iglesia de Hialeah, mientras en mi cabeza resonaba el estribillo de una canción que puso de moda el grupo Dan Den de Juan Carlos Alfonso, un bejucaleño al que más de una vez vi en la procesión de San Lázaro: “Viejo Lázaro, milagroso San Lázaro, líbrame de las penas, préstame tus muletas que quiero apoyarme en ellas”.
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