En la casa de mi infancia nunca hubo duendes ni fantasmas.
Eramos tantos, compartiendo camas y miseria, que los seres de otro mundo pasaban de largo frente a la puerta de la calle. Ni siquiera les interesaba colarse en las noches por los muchos agujeros de las tejas del techo. La mayor parte, hechos por mi padre en su afan de arreglar lo irremediable. Ninguno de mis siete hermanos tuvo miedo de levantarse en la madrugada para orinar en el baño, aunque en realidad la única que usaba el inodoro era mi hermana. Los varones nos limitábamos a sacar el pipiolo por entre los barrotes del ventanal que daba al patio, y soltar el chorro caliente y espumoso directamente sobre la mata de vicaria blanca de mi madre. Y cuando agarrábamos conjuntivitis, nos curaba con fomentos frios de esas mismas hojas de vicaria. “Medicina natural”, decía la vieja, con un toque de malicia.
Así que crecimos sin fantasmas ni muertos que nos ayudaran a paliar el hambre. Dicen que cuando tienes miedo se te quitan las ganas de comer, pero ese no fue mi caso. Por aquella época el hambre era nuestro único fantasma familiar. A falta de temores, compensé la escaces de ánimas en pena sumergiéndome en las lecturas de Poe, Blackwood, Maupassant, Hawthorne y H.P. Lovecraft.
Crecimos sin muertos a la vista, hasta la noche que la yegua Cuca se espantó cuando regresábamos de la recogida de leche en la finca de Eulogio, justo detrás del cementerio, porque una bola de fuego azul estalló junto a su oreja. Ese dia se quedó sin leche la mitad del pueblo. Papá se molestó mucho y a manera de escarmiento nos llevó de regreso al camposanto para que viéramos que los muertos, muertos son. Nosotros quisimos decirle que le dijera eso a la Cuca, pero igual el viejo nos hizo brincar el muro de la necrópolis pueblerina, y esa noche aprendimos que los destellos azules que salían de la tierra eran los fuegos fatuos emanados de los muertos más recientes. Lovecraft decía que esas luces eran las almas de los difuntos buscando su descanso eterno. Y por aquella época yo le tenía una fe tremenda al H.P. Pero Papá nos explicó que sólo se trataba de materia orgánica en descomposición. Fue esa noche, entre los chispazos azules y algún que otro lamento de cadáveres hinchados que explotaban bajo tierra, que se nos prendió el bombillo del negocio de cocuyos en pomos de cristal. Un cocuyo grande, 10 centavos. Uno pequeño, cinco centavos. También se aceptaban canicas y postalitas del Zorro.
Aquellas luciérnagas gigantes de mi infancia nunca más las he vuelto a ver. Ni en Miami, Hialeah o Kendall; Puerto Rico, Santo Domingo o Jamaica. Jamás un cocuyo volvió a brillar como los que me acompañaron en la infancia. Debe ser que a medida que crecemos, la vida se nos va llenado de grises y vamos agotando la cuota de arco iris que nos tocó al nacer. Es bueno conservar en la memoria los colores luminosos de nuestra niñez, tan sólo sea por aquello de que recordar es volver a vivir.
Un dia, los chicos del barrio quisieron saber de donde sacábamos aquellos supercocuyos, y nos acompañaron al cementerio. La pandilla completa se montó en las bicicletas y allá nos fuímos, “a destarrar fantasmas”, gritaba entusiasmado con su voz de pito Jim Hawkins, el más esmirriado y pequeñín del grupo, al que habíamos apodado como el personaje de La Isla del Tesoro, la aventura que entonces pasaban por la televisión y de la que no perdíamos ni un capítulo cada noche. Jim también era un poco escuchimidizo de sesos. No por gusto, cuando íbamos en órden jerárquico a pelear contra la pandilla de Abelardo El Negro, Hawkins cerraba la marcha, detrás de la perrita Chari. Se puso muy contento el dia que, urgidos de refuerzo, incorporamos a Raúl El Bobo. Entonces lo nombramos jefe de la retaguardia.
Ya antes de llegar al cementerio, mi hermano y yo estábamos arrepentidos de haber fanfarroneado ante Reglita y los demás de no tenerle miendo a muertos y fantasmas. Que por el simple gusto de molestar la paz de los sepulcros, entrábamos al cementero cada noche a desafiar a las ánimas en pena. Reglita, pizpireta y adelantada en asuntos del corazón, alquilaba besos de a centavo, y algunos decían que por un poco más, también rentaba el pozo de su ombligo. Ella era la dama de nuestros sueños, y todos queríamos impresionarla. Pero en un chispazo de lucidez, mi hermano y yo supimos que el negocio cocuyero podía peligrar si la tropa conocía nuestra mina. No teníamos ningún plan a mano para evitar el desastre, cuando ya estábamos frente a los muros del cementerio, en una noche tan oscura que sólo se veía el blanco de los ojos de los hermanos Frade.
Apenas habíamos brincado la barda de piedras grises y cortantes, cuando de una tumba reciente salió despedido un fuego fatuo, azul y frio, acompañado del lamento de un difunto que se desinflaba sin remedio.
-¡Un muerto! -grité, y mi hermano me respaldó con una frase que le dio apodo por mucho tiempo: “¡Paticas pa´que te quiero”. El Paticas le dijeron, hasta que se fue al Servicio Militar Obligatorio y la gente empezó a llamarle el Siete Pesos, dado que ese es el salario de un recluta en Cuba. Encabezamos la desbandada y más rápido de lo que tardaron el fuego fatuo y el peo del muerto en evaporarse, ya estábamos del lado allá del muro para salir pitando en bicicleta. Pero a Jim Hawkins se le enredó la camisa en un saliente de la cerca, y quedó colgando hacia afuera del cementerio, mientras gritaba despavorido:
-¡Suéltame muertito, suéltame por tu madrecita! -repetía una y otra vez con su voz de pitoloco, y la muchachada, a salvo de fantasmas y ánimas revueltas, mudó el pánico inicial por un ataque de risa que hizo salir de su cabaña al celador del cementerio. Fue el viejo Pancho el que sacó a Jim del apuro, halándolo por un pie, desgarrándole su única camisa, y bendiciéndole con un cocotazo que sacó chispas de colores de la cabeza de nuestro pirata bobo.
Después crecimos, y cada cual tomó su rumbo. Jim Hawkins se hizo contorsionista y se largó un dia detrás de un circo ambulante, dicen que enamorado de la mujer barbuda. Nunca más se supo de él, aunque alguien aseguró que había muerto haciendo de hombre bala el dia que su fémina peluda se le fugó con un barbero. Por mucho tiempo, el pedazo de tela de su camisa quedó prendido al muro y la gente aseguraba que en noches de luna llena, aún se escuchaba el grito del ánima en pena de Jim Hawkins.
El negocio del cementerio se nos terminó el dia que Manolo Ojosolo nos amenazó porque le hacíamos la competencia. Los cocuyos que el tuerto cazaba en la loma del tanque eran anoréxicos en comparación con los Schwarzenegger que conseguíamos en el cementerio. Un dia, el Ojosolo nos siguió hasta descubrir nuestro filón de incandescencia, y con toda su prole de siete hijos, se dedicó al negocio de luz ecológica. Desde entonces, en el pueblo se les conoció como los Cocuyos. Hubo Cocuyos peloteros, galleros, bronqueros y buenos bailadores, pero ningún Cocuyo médico, ingeniero, maestro o carpintero. La luz no les alcanzó para tanto.
Pablo de Jesús
Los Angeles, 29 enero 2017
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