Fin de año y me preparo para otra despedida. Un poco triste soltar las amarras del Año Viejo, justo cuando uno empieza a tomarle cariño porque ya le había agarrado el tumbao. Es como bailar un bolero con una mujer desconocida y sexy, en la penumbra de un cabaret. Empiezas con la mano a la altura del hombro, como marca la decencia, y a mitad de pieza ya la agarras por la cintura. Cuando tienes todo preparado para aferrarte a su mejor parte, se acaba la canción, encienden las luces y ella desaparece dejándote un recuerdo agridulce de lo que pudo ser y no fue. Y así es con cada año. Cuando venimos a agarrarle el tranco, ya estamos asándonos en julio, rezando para que llegue el invierno y podamos asar el pavo de Thankgivins, el cerdo de Navidad y el puerco del 31. Esa última noche del Año Viejo nos hacemos nobles propósitos: dejar de comer pan, pastelitos de guayaba y flanes tentadores; dedicarle más tiempo a la familia y menos a las redes sociales; abrir una cuenta de ahorros para que las tarjetas de crédito no se pongan por las nubes con las compras navideñas; saludar con más frecuencia a la vecina chismosa -que ya tiene cara de cortina por vivir tan pegada a la ventana-, y aprender ese lenguaje raro en que te escriben tus hijas cuando te mandan un mensaje de texto, llenos de XOXO, LOL, IMU y CUL.
Desde temprano, tu esposa pone el cubo de agua detrás de la puerta para lanzarlo tan pronto toquen las doce campanadas y espantar así a todos los malos espíritus que fuiste acumulando en doce meses. Cada año notas más grande el cubo, como si la cantidad de entes perjudiciales fueran directamente proporcional a los trastos que guardas en el garaje. Pero antes, le entraste con entusiasmo y gula al turrón y a la sidra, te espantaste las doce uvitas, una por cada campanazo mientras pides un deseo, y brindaste con los tuyos para terminar fundidos en un abrazo emocionado. Siempre me he preguntado sobre esa costumbre que tenemos los cubanos de esperar el año a uvazo limpio, siendo la uva una total extranjera en nuestra tierra. Lo más lógico es que celebremos comiéndonos doce mameyes, doce aguacates (¿no dicen que es una fruta?) o doce plátanos manzanos. O doce mamoncillos, si de tamaño se trata.
En Cuba, las cosas eran menos complicadas. Sin uvitas, sidras y turrones, y a veces sin puerco, pollo ni pescado, nos contentábamos con poco. A nuestro modo, éramos felices, aunque fuera sólo por una noche en todo el año. Hoy, que piden otro apretón del cinturón, los cubanos ya no lanzan agua para espantar los malos hados. Prefieren dar la vuelta a la manzana con una maleta en mano, para ver si se les cumple el deseo de escapar de la isla-trampa, que no es más que las trampas de todas sus islas interiores.
Pero, lo mismo en el exilio que en el incilio, lo que nunca perderá el cubano es la esperanza. Ya sea en La Habana o en Alaska, viva en una mansión o en un iglú, la ilusión de un mejor Año Nuevo le permite encajar con entereza las noches de tristeza y los dias sin respuestas.
A mis amigos y amigas de todas latitudes que en este 2016 les dañaron el corazón, a los que necesitan mejor salud, los que perdieron parte de su alma porque les abandonó un ser querido, los que sufrieron y siguieron amando pese a todo, nunca pierdan la fe, porque esos golpes de la vida nos llenan de esperanza y valor para seguir adelante.
A las doce de la noche de este 31 de diciembre, juntemos fuerza y determinación y construyamos un mejor mundo privado en los siguiente doce meses. Y con eso estaremos haciendo un mejor mundo colectivo.
Dejemos atrás las cenizas de un año lleno de zozobras, vaciemos de piedras los bolsillos, y crucemos sobre los 12 mares confiados en que el amor todo lo puede.
Bendiciones para todos y bendecido yo, que los tengo a ustedes.
¡Feliz 2017!
Pablo de Jesús
12/31/2016
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