Entre los muchos oficios que desempeñé en Miami en mi primer año en tierra americana, hace casi dos décadas, estuvo el de pintor de brocha gorda. Armado de rodillo, y a veces subido en un andamio a 20 pisos del suelo, le puse colores a varios edificios de Miami Beach. Allá en las alturas, mientras tomaba un receso para almorzar mi pan con croqueta y un frio guarapo de caña, disfrutaba de una vista millonaria y soñaba con tener algún dia un pedacito de ese paraíso tropical.
Un viernes, Fernando, el argentino dueño del negocio de pintura, me llamó a su oficina para informarme que a partir del lunes siguiente otros dos pintores y yo empezaríamos a trabajar en un edificio de Haulover Beach.
“Tu eres el jefe. Mirá que esos boludos hagan un buen trabajo”, indicó el porteño. Y me extrañó, porque los tres éramos los más viejos del negocio. Todos mayores de 40 años.
El lunes estábamos a la entrada de una exclusiva playa en Sunny Island, con más seguridad que la Casa Blanca, y en el parqueo una docena de Mercedes, Porsches y Ferraris. En el edificio administrativo, una recepcionista en pelotas nos pidió esperar por el gerente. Enseguida comprendí por qué Fernando nos había seleccionado para aquel trabajo. Ibamos a dar brocha en un club nudista. Al parecer, el gaucho pensó que a más edad, mejor control de daños con la líbido. Pero era imposible dejar la cabeza quieta cuando por delante de nosotros desfilaban personas de todas las edades, color y raza, como Dios las trajo al mundo.
Estábamos en la única playa nudista de ese entonces en el sur de la Florida, donde algunos afortunados pagaban un elevada cuota por tostar sus encuereces bajo un sol que, unos pasos más allá era totalmente gratis.
Al fin llegó el gerente, un señor muy serio, vestido sólo con una corbata roja, y nos indicó el pequeño edicifio de dos plantas que debíamos pintar en sólo cinco dias. “El fin de semana tenemos aquí un desfile de modas para los socios del club”, nos informó.
Trabajamos duro para terminar a tiempo, y los tres salimos con una tortícolis que nos duró 15 dias. Pero el edificio quedó hecho un primor. Y el del badajo al aire nos pagó muy bien.
Años después de aquellos brochazos, convertido en propietario de un pequeño apartamento en Miami Beach, decidí que mi sueño americano no estaría completamente realizado hasta que perteneciera al club nudista de Haulover Beach.
No tuve problemas para conseguir la inscripción, previo pago de una cuota de 500 dólares, porque a estas alturas la playa del encuerismo había pasado a ser de segunda categoría, dada la aparición de otras más chics al norte del estado.
En mi primer dia en el club, no me atreví a quitarme toda la ropa, y me fui a caminar por la playa, vestido sólo con los calzoncillos matapasiones de JC Penney que mi esposa me había regalado.
Disfrutando el mar y el aire salitroso de la playa me encontraba, cuando una bella mujer pasó por mi lado como su mamá la trajo al mundo. No pude evitar una erección, ni ella tampoco dejar de verla, por lo que se acercó y dijo:
– ¿Me ha llamado señor?
– ¿Yo? No, ¿por qué? -dije más asustado que contento.
– Usted debe ser nuevo por aquí, pero le voy a explicar. Acá tenemos una regla. Si le ocasiono una erección, quiere decir que usted me ha llamado, que usted me desea -espetó la moza, y tomándome de la mano puso una toalla sobre la arena e hicimos el amor apasionadamente.
Loco de contento, seguí explorando las delicias de aquel campo, hasta que decidí entrar en una sauna. Me quité los matapasiones y cubierto sólo por una toalla blanca me senté en una banca, pero se me escapó un pedo. Inmediatamente se presentó ante mí el tipo más grande y musculoso que yo había visto en mi vida, con una erección del tamaño de un bate de béisbol. Sonriente se acercó y me dijo:
– ¿Señor, me ha llamado?
– ¿Yo? Nooooooooo, ¿por qué?
– Usted debe ser nuevo aquí. Le voy a explicar, tenemos una regla: Si se tira un pedo, significa que me ha llamado, que usted me necesita.
No voy a contar los malabares que hice para escaparme del energúmeno del bate beisbolero. Corriendo, con las nalgas al aire, fui a la oficina, donde una recepcionista desnuda y muy sonriente me preguntó:
– ¿Puedo ayudarlo Señor?
– Mire, acá Le devuelvo su llave y su tarjeta y puede quedarse con los $500.00 de la cuota inicial.
– Pero señor, usted sólo ha estado aquí un par de horas. Usted sólo ha visto un par de nuestras facilidades.
– Escúchame bien hijita. Yo soy un hombre de 63 años. Apenas tengo una erección al mes, pero me tiro como 25 pedos al día. Así que no me conviene. ¡Gracias!
Pablo de Jesús
Miami, 2012
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