La mañana en New York amenaza lluvia y visto mi camisa negra, botas y paraguas. Listo para el diluvio que dicen se espera. Estoy en el bus de la prensa esperando partir a Flushing Meadows para el US Open de tenis, y de pronto, un largo cabello rubio viene volando y se posa en mi pecho. Sobre el negro de la camisa resalta y brilla. Lo miro, y un déjà vu tan gris como la mañana me encuentra discutiendo con la única novia rubia de mis tiempos de friki. Gwendolyn se llamaba, y tenía esa mirada de estrellas verdes donde la brújula de la cordura se pierde en el polo sur de sus secretos.
Rubia natural, con el cabello muy largo y la falda muy corta, causa de nuestro rompimiento. Años después, viviendo en el extranjero, descubrí el melocotón y comprobé asombrado que tenía la misma textura y sabor que la piel de mi novia rubia. La dueña de ese cabello podía ser la Gwendolyn perdida, y la busqué por todo el bus, pero sólo vi hombres. Delante de mí, un calvo se rascaba la cabeza y miraba contrito por la ventana el destape del diluvio universal. Dejé el cabello sobre mi pecho, soñando con un tiempo en que fui joven, feliz y tonto.
Llegamos a nuestro destino y al pasar por el lado del chofer vi que era una mujer mayor, de ojos negros y pelo teñido de rubio. Nos miramos, le dije Thank you, y ella respondió you’re welcome, con una sonrisa. A la edad en que las mujeres comienzan a ser invisibles un mínimo saludo es como una caricia en su olvidado ego. Bajo el paraguas, el pelo rubio se mantuvo pegado a mi camisa negra, hasta que una ráfaga de viento se lo llevó volando, como el recuerdo de Gwendolyn con su falda corta y su cabello largo.
Comienza el dia.
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