Cuando el Adonia entró en la Bahía de la Habana cerca de las nueve de una mañana bastante fresca, me pellizqué para ver si estaba soñando. A mi lado, una viejita americana agitaba con entusiasmo una banderita cubana y lloraba de emoción. Todos en el barco agitaban banderitas. Yo, emocionado, agité mi vaso de mojito y empapé de alcohol a la viejita. Un pedazo de hielo se le corrió por el escote marchito, y mientras ella daba brinquitos y repetía: “¡Son of the bitch! ¡Son of de bitch!”, me bebí el resto del del trago y dije: “Son de la loma, si señora”, hasta que la anciana tiró la banderita cubana al suelo y se alejó farfullando.
La travesía había sido placentera, con el mar calmo y abundantes avistamientos de balseros rumbo norte. Conté unos 30 Objetos Flotantes No Identificados, hasta que me aburrí de contar OFNIS porque ya aquello parecía una regata Habana-Cayo Hueso, con embarcaciones de todo tipo. Fue un viaje más bien aburrido, en un crucero que no contaba con casino ni otras diversiones. Salvo el grupo de viejitos que amenizó el trayecto en la cubierta superior, y que por su facha debieron haber amenizado también el primer viaje del Arca de Noé o el último del Titanic.
Tan pronto zarpamos del puerto de Miami, el capitán nos reunió a todos los pasajeros en la primera cubierta y nos leyó la cartilla. Que no esperáramos pasar el tiempo en Cuba practicando buceo o sobre motos acuáticas en las paradisiacas playas de la isla, porque éste no era un crucero de placer. Que para eso estaban Dominicana, Jamaica y otras islas del Caribe, donde las mulatas se compraban a precio de souvenir. Que en Cuba eso no pasaba, porque la mulata había pasado a ser especie protegida y estaba a un paso de convertirse en fauna endémica debido a la cacería desmedida de españoles e italianos. Y que éste era un crucero de intercambio cultural. Nosotros llevábamos gusanos llenos de pacotilla del Dolarazo, Ño Que Barato y el Nairinai, y a cambio recibiríamos ocho horas diarias de historia de Cuba y su revolución.
Aquello no empañó nuestro ánimo. La mayoría de mis compañeros de viaje -americanos de clase media alta- querían ver de primera mano al último reducto del socialismo mundial. Y si podían, llevarse un trozo de cantería de un derrumbe de la Habana Vieja, que en un futuro no muy lejano tendría tanto valor como un pedazo del Muro de Berlín.
Fue impresionante ver de nuevo al Morro, pasar por la boca de la bahía y ver el Cristo de Casablanca, y la gente saludando desde el muro del malecón, muchos envueltos en la bandera americana. Los trámites aduaneros corrieron sobre un mar de Cuba Libre y en frenético bamboleo de las caderas de unas bailarinas mulatas vestidas con la bandera cubana. Tuve ganas de comprar uno de aquellos souvenirs rumbeantes, pero me aguanté, y terminé dándole una propina de 20 dólares a uno de aquellos símbolos patrios de la estirpe de Maceo. La abanderada me sonrió, y se guardó el billete entre sus senos de caramelo. ¡Al fin estaba en Cuba!.
A la salida de la Aduana, los turistas agitaban banderitas de Cuba y Estados Unidos. Yo, sombrero de jipijapa, camisa azul y pantalones color de mono corriendo (como se ve en la foto), agité mi vaso de Cuba Libre, y empapé a otra viejita, o quizá la misma. Pero imité a mi presidente Obama y me hice el sueco, que es la mejor forma de hacer turismo en Cuba. Tan sólo había dado tres paso en suelo patrio, cuando sentí que una mano me agarró por el hombro, frenando mi andar. “¡Ahora sí me fastidié!, pensé, y cuando empezaba a levantar las manos, una voz me dijo bajito: “Sigue caminando y móntate en aquel carro azul”. Obedecí, porque no era cosa de hacerse el héroe ni uno de esos disidentes que intercambian visas por palizas, y me monté en un Impala 59 azul, que enseguida reconocí. Y también a su chofer.
“¡Yo sabía que tu regresabas! Es verdad eso de que la curiosidad mató al gato”. Lorenzo Jamonada me miraba con ojos burlones, y una sonrisa en los labios. Veinte años atrás, yo le había vendido ese Impala, cuando apenas él empezaba a hacer dinero con su fabriquita de jamones ahumados a base de inyecciones de ácido nítrico. “¡Bievenido a Cuba acere!”, dijo el Gordo, y para tranquilizarme añadió: “No te asustes. Esto no es un secuestro. Hay alguien que quiere verte. Alguien muy importante”. Mi mente se desbocó, y ya me veía preso en La Cabaña, el Combinado, o pasto de gusanos en el reparto Boca Arriba, cuando el Agente Jamonada, al ver mi angustia, indicó: “Tranquilo, que no te va a pasar nada. Sólo vamos a hablar”. El carro enrumbó por un Malecón más vetusto y deteriorado del que yo recordaba. La Habana que me despidió como traidor ahora me recibía como traidólar. Una Habana en sepia, ajada y marchita, flotando entre la esperanza y el desencanto. Esperando se seque el muro del malecón para ir a acostarse con Miami.
Al timón del Impala, Lorenzo Jamonada callaba y guiaba mi destino al encuentro de los fantasmas del pasado. Los mismos que en el próximo capítulo me darán una tarea.
Pablo de Jesús
Diamond Bar, Mayo 22/2016
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