Fue tanto el bombardeo mediático con lo del crucero a Cuba que hasta yo me embullé y comencé a darle vueltas al asunto. De repente me entró la “carcomilla” -esa picazón en el espíritu que ataca al cubano cuando algo le preocupa- y quise ser uno de esos 704 privilegiados que irían en el primer viaje del Fathom Adonia a la isla. La idea me asaltó mientras hacía una pesada digestión del potaje de garbanzos con pata y panza del almuerzo, sentado en el columpio de la terraza de mi casa, oteando en el horizonte los picos aún nevados de las montañas de San Bernardino.
Poco a poco me fui convenciendo de que ya era hora de dejar mi postura intransigente y constatar de primera mano si es verdad que tanta marcha y contramarcha del General ha traído cambios a Cuba, y si el relevo generacional está listo para vivir sin dinosaurios ni moringa. Me picaba la curiosidad por ver la oleada de paladares, poncheras, casas de citas y puestecitos de rellenadores de fosforeras que conforman el pujante movimiento de empresarios particulares cubanos de los que habló Obama en su visita. Lo cierto es que no concebía la idea de ver como la antes Potencia Médica, Deportiva y de cuanta cosa existiera en este mundo, se esté convirtiendo en una versión revolucionaria light de los Callejones de Los Angeles o el Pulguero de Miami.
Pero me puse enseguida a la tarea y celular por medio contacté con la compañía Carnival para averiguar sobre los pasajes. Casi me caigo del columpio cuando me informaron que los más baratos de 1.975 dólares ya estaban agotados y sólo quedaban dos recámaras en la cubierta superior, sin balcón al mar Caribe y por 2.585 billetes verdes. “Algo carito”, me dije, pero hice un esfuerzo y exprimí la tarjeta American Express, mientras me consolaba pensando que no se puede ir de codos al llamado de la patria. Vaya, que no tiene precio eso de regresar al patio patrio. Pero entonces, la turoperadora me echó un jarro de agua fría al decirme que por muy pasaporte americano que portara desde hace 20 años, por muy ojos azules que tuviera, mucho chicle que mascara y gringo que pareciera, los ariques de cubano reyoyo y de yuca de mercado campesino no me lo quitaba nadie. Que para montarme en ese barco tenía que enseñar un pasaporte de la República Socialista y Moringuera de Cuba.
“Se me jodió el viaje”, pensé, y le dije a la mujer que dudaba me dieran pasaporte y visa. Un gusano irremediable como yo, debe tener en la isla un expediente del grosor de los Panamá Papers, y más informes que resoluciones de Congreso del Partido. A un tipo que suele dar donaciones a Vigilia Mambisa para el petroleo de la aplanadora, y que no hay esquina de Miami en que no haya hablado cáscara sobre los malabares políticos de los hermanitos Pompom de aquella isla, no le darían pasaporte ni aunque se presentara en La Habana con el elíxir de la juventud en botellitas de Coca Cola.
“No se preocupe. Este es un viaje con impacto social, que une el esparcimiento con conocer otras culturas y experiencias de vida”, me dijo la mujer del otro lado del telefóno, recitando un texto de memoria. “¡Qué lindo! Será algo así como un dominó de pueblo a pueblo”, le respondí. Ella se unió a mi júbilo y replicó: “¡Exacto! Y por eso le están dando visas a todo el que quiera participar de la experiencia”.
De inmediato inicié los trámites y mandé por un nuevo pasaporte a la Oficina de Intereses de Cuba, en Washington -¡Falta que hace un consulado en Miami tú!- junto con un Money Order de 350.00 dólares del correo de los Estados Unidos, más otra pila de dinero por la visa, porque para los de allá, ahora que estoy acá, soy un extranjero yanquee, aunque siga hablando el cubañol y amando los frijoles negros, el picadillo a la habanera y las croquetas del Versailles. Pagadero todo a la Cuban Interest Section en el 2630 16 ST NW, Washington DC 20009. Adjunté además dos fotos de 2×2 pulgadas, una inscripción de nacimiento, y rellené la planilla llamada Modelo Único, en la que me preguntan si yo era marielito de los que llegaron por el Mariel en el 80; balsero de los de Clinton en el 94, o de los Rápidos y Furiosos de última generación.
Contra todos los pronósticos, a los 15 dias tenía en las manos mi flamante pasaporte cubano. El pecho se me hinchó de orgullo y casi canto el himno nacional, la Bayamesa, la Internacional y la canción del XX Aniversario que inventó Osvaldo Rodríguez. Esa noche dormí con el pasaporte bajo la almohada, para sentir los efluvios de mi islita. Tan feliz estaba, que casi me sentía un inmigrante económico y no político.
Pero cuando más embullado estaba, va y sueltan la podrida de que Cuba no permitía en ese crucero a cubanoamericanos ni a los americanos nacidos de cubanos, y se armó el titingó como decía mi abuela isleña cuando quería decir que se formó el despelote o el desmadre.
Entonces, los abogados amenazan con demandar a Carnival, Vigilia Mambisa me llama para sacar la aplanadora mientras Siro Cuartel entrevista a Manolín el de las cartas amarillas a ver que piensa del asunto, y los Diaz Balart y la Ros-Lehtinen le dicen a Obama que negro ¿tú eres sueco? porque Cuba nunca va a cambiar y yo que pagué un pasaporte que ahora vale menos que una Libreta de Abastecimento o una de Canastilla, angustiado por tanto lleva y trae. Hasta que Cuba cambia el pitcheo y tira un globito que ponchó a todo el mundo, autorizando a los aliens de la Yuma (yo incluído) viajar en el crucero del amor. Eso de hacerme el patriota con morriña me tuvo bien angustiado hasta el dia de la partida.
Pero de la experiencia del viaje, las visitas a La Habana, Cienfuegos y Santiago de Cuba, y la extraña extrevista que tuve con un fantasma comunista, hablaré el próximo domingo. (seguir en el blog pablosocorro.com)
Pablo de Jesús
15/5/2016
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