Mamerto Casasola era un tipo tan denso que cuando niño sólo tuvo dos amigos; ambos eran imaginarios y preferían jugar entre ellos porque al pobre Mamerto nadie se lo pasaba. Y con la vejez se había vuelto más recalcitrante, como si los años le fueran añadiendo lastre a su equipaje de muelero profesional. Ahí estaba, frente a la puerta de Julito Icaic dirigiendo el mitin de repudio, rodeado de un grupito de sicarios traídos de otro barrio, mientras los vecinos de la cuadra miraban desde los portales de sus casas o por un visillo de la ventana como el hp de Mamerto arrastraba por el piso al pobre Julito.
Cuando salimos del cementerio de Colón, luego del escabroso encuentro con el fantasma de Blas, le dije a Lorenzo Jamonada que antes de partir para Cienfuegos quería dar una vuelta por mi antiguo barrio en Playa. El gordo se negó, y dijo obedecer instrucciones. “Debemos estar en Cienfuegos antes de que caiga el día”, apuntó, y aceleró el Impala. Al final lo maté por el estómago. Le aseguré que en la Paladar de la China se comían las mejores langostas de La Habana y el tragón claudicó, a cambio de que pagara yo, por supuesto. Pero nada más llegar al barrio me arrepentí de la idea.
Tan pronto vi la choricera en plena calle y a Mamerto dando tranca, le dije al Jamonada que parqueara el carro en la cuadra anterior. Va y la brigada de respuesta rápida me tomaba como material de estudio para enseñarle a Julito que la mejor parte de ser disidente no eran los mítines de repudio ni los trancazos de la gente del Contiingente Blas Roca, sino la posibilidad de emigrar al norte como gusano y regresar a casa convertido en mariposa. Así que me quedé en el asiento trasero del Impala, protegido por los cristales tintados que el Gordo le había puesto. Me daba lástima con Julito, un ex director de documentales del ICAIC que cayó en las filas disidentes por amor a su mujer, quien de ninguna forma reciprocó el sacrificio de su cónyugue cuando un dia se montó en una balsa y fue a parar a las Bahamas, creyendo haber llegado a Cayo Hueso. ¡”Como hay negros en esta Yuma!”, dicen que dijo la señora. Desde entonces, y como esos amores despechados de los boleros viejos, Julito se dio a la bebida, y a la disidencia gratis.
Le dije a Lorenzo que arrancara. Ya almorzaríamos en algún parador de las Ocho Vías, y si mi primo aún era administrador del Pio-Cuac entraríamos al entronque de Jaguey y Playa Larga para comernos los mejores filetes de cocodrilo del mundo.
-¡No jodas tú!- dijo el Gordo, no sé si molesto por lo del cocodrilo o por no visitar el Paladar de La China.
Al final, paramos en otro comedero clandestino conocido por Lorenzo, porque el negocio de La China había desaparecido con china y todo hacía como 10 años. Los vecinos nos dieron varias versiones de su desaparición: que “se había ido para el Norte”, “se casó con un extranjero y abandonó el país”, o “estaba de cocinero y cantimplora en la cárcel del Combinado”. La China era un homosexual que llegó tarde al destape de Mariela Castro.
En un timbiriche al final de un pasillo sucio, Lorenzo pidió dos cajitas de arroz moro, un lonja de bisté de puerco tan fina como papel de cebolla, yuca y ensalada. Yo me quedé en el carro, y le di al hambriento 10 dólares, pero no me regresó el vuelto. Estábamos comiendónos nuestras cajitas, cuando por la acera de enfrente vi pasar a la mulata Yuneidy, la jinetera del barrio, y a la que muchas veces transporté en este mismo Impala para que hiciera su honroso trabajo de mariposa nocturna. Abrí la ventanilla y la llamé. El tiempo no había pasado por su cuerpo, ni su cara, aunque sus ojos eran un charco de cinismo.
-Yo soy Yumadein, su hija. Mami vive en Madrí con un gallego- me dijo, mientras me echaba una mirada calculadora.De profesional del negocio- ¿Y tú, de dónde la conoces? Si quieres yo te puedo resolver, porque ahora atiendo a su clientela.
Se me cayó el mundo a los pies. Esa chica había sido compañera de juegos de mi hija menor, 20 años atrás.
-Perdona. Te confundí con otra persona- respondí. Toqué a Lorenzo en el hombro y arrancamos.
Recorrimos un buen tramo sin mediar una palabra. Caí en un sopor grasiento, hasta que Lorenzo se puso a contarme sus planes para el futuro en Miami. Del tiro me desperté y le pregunté que cómo era eso.
– Un socio en Miami que tiene un restaurante me está gestionando una visa H-1B, como profesional imprescindible en el negocio de hacer jamones – reveló el Gordo-. El restaurante se llama El Tabacón del Ekobio, y el dueño era periodista en Pinar. Me dijo que me voy a forrar con mis jamones.
“Así que Mario Uber robándole talentos a la revolución”, me dije, y tuve lástima de Lorenzo, por pensar que los dólares están en las matas de Estados Unidos y sólo hay que estirar la mano y alcanzarlos.
– Como no siembres marihuana te veo muy jodido -le dije.
– ¿Que tu dices?, preguntó curioso.
– Nada, no dije nada. Métele el pie a esta cosa a ver si llegamos a Cienfuegos antes de que caiga la noche.
Pablo de Jesús
Los Angeles Junio 4/2016
(ver toda la serie en el blog pablosocorro.com)
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